Partir es siempre partirse en dos.
Viniste al mundo con el temporal; rayos y relámpagos y el agua generosa que limpia y purifica, regando la tierra de los cultivos. En esa casa modesta hecha con las manos de tus padres y algunos paisanos, cuatro paredes y un horno. Día de celebración con la comadrona.
Primer hijo de tano; el vino y el pan en su casa de labradores de piedra, moldeada con el ansia de futuro en “la América” de trabajo duro e incansable.
Rostros iluminados por el trabajo y el vino: —Aquí no hay guerra, todo se puede con voluntad.
Festejo en tu advenimiento, hermoso hijo varón, saludable, de ojos azules y rostro de granada. Algarabía de vino y pan; el todopoderoso está allí, en la pobreza de tu cuna.
Las torvas nubes se disipan; un batir de alas celestiales; en lo alto una luz dorada, esplendorosa, surgiendo en el cielo el arcoíris como augurio del porvenir.
Siempre es igual, cadena de vidas la cama del pobre; de esperanzas rotas como las piedras por el marrón, a veces en mil pedazos.
Creces con rapidez, eres guardián de tus hermanos, en la cada vez más numerosa familia.
Aprendiste a colaborar en el pequeño trozo de tierra, se cultiva y cosecha el alimento diario de la familia; pequeñas manos hacendosas del hijo mayor.
Egidio tu nombre igual al de tu abuelo que quedó para siempre en Nápoles tras la guerra, con la cual nunca estuvo de acuerdo; pero aquí no hay guerra, todo se puede.
Con similar ímpetu al paternal corrías a la escuela, más menos que más; tus manos son esenciales superando fríos invernales, el intenso calor o la mojadura de la laguna donde abundaba la pesca, luchando.
Y allí, aguardando, te permitías soñar. El atavismo de tu raza te llevaba siempre a un puerto imaginado: una bahía lapislázuli centelleante como tornasol, circundada por casas de piedra tan cercanas, como agobiadas, de calles estrechas y gran bullicio.
Pisar el terruño de tus ancestros al que nunca fuiste y que recreas tan bien, un sueño despertó tu juventud de golpe y ambos, padre e hijo, marchaban a la cantera, juntos por primera vez.
Eras un joven esbelto, como árbol que creció erguido, forjado por sus tareas, saludable pese a todo.
Jocosamente te recibían los picapedreros,”devi bebere il vino”, y tu padre, orgulloso, te cedía el vaso.
—Guarda Fiorina —refiriéndose a la joven vecina (el nombre honraba a la adolescente) hija de italianos.
Egidio, —rojo como la grana y en silencio— recibías los comentarios. No poseías aún la picaresca de la raza, (eras mitad criollo); en esas circunstancias te sentías incómodo. Cierto que en el ímpetu de tu juventud no podías dejar de notar a tu hermosa vecina, con la que solías soñar.
Como perlas que se enhebran se sucedían los días de sol a sol, como siempre fue en tu corta vida, trabajando.
Y así —hombre ya— la vida te dio la oportunidad de enrolarse en un barco que partía hacia Italia. Y tal como tu padre, solo, realizaste el camino inverso; rumbo a tu sueño. Porque ya no había guerra.
Araceli Faggiani: El Hijo mayor
