Araceli Faggiani: El Violinista

Desde mi ventana lo veía pasar; un niño casi adolescente con un instrumento demasiado grande para su anatomía. A medida que pasaba el tiempo se invertía la relación. Eran buenos tiempos; el sol esplendoroso iluminaba las casas pulcras, con ventanas abiertas; los dinteles de las puertas eran desempolvados a diario por manos hacendosas; en los balcones reverdecían plantas que perfumaban casas y aceras; circulaban peatones intercambiando saludos y conversaciones en el devenir diario.

La cercana escuela de música se abría a media mañana y su sonido envolvía el barrio cubriendo cada rincón. Invariablemente pasaba el joven violinista con su andar ágil, armonioso; como bebiendo la vida a cada paso. Cada atardecer, en un murmullo de vida en los paseos cercanos circulaba gente, la cual se veía feliz envuelta en los sonidos de la música que ejecutaba el violinista en su balcón aún en los días de invierno, cuando el frío volvía irreconocible a las personas bajo su gruesa ropa de abrigo o cuando caía la lluvia. El joven improvisaba su música. No eran sonidos terrenales, era música celestial. El tiempo en su indefectible devenir llevó lejos al músico – ya no tan joven- a grandes centros del mundo a difundir su don. El vecindario reconoció su falta -pese a los sonidos que se escuchaban desde la escuela musical- era como quitar un color del arcoíris.

Poco a poco -al inicio lentamente- y luego en una vorágine desenfrenada, el mundo cambió. Solo se oía un murmullo tenebroso: la población se está muriendo en forma lenta e inexorable a causa de la nueva enfermedad. La vecindad desierta, de muros ennegrecidos cubiertos de tupida vegetación atrapando entre sus hojas los recuerdos de días felices, con balcones y puertas cerradas se transformó en un gran vacío. La naturaleza-tan agredida-se rebelaba por fin; un manto oscuro cubría el horizonte.

La incertidumbre del mañana desvelaba la mente de todos; rostros macilentos de ojos interrogantes tras los cristales de casas de puertas selladas. Caían como en un campo de batalla, uno tras otro: la soledad y el encierro no frenaba el crecimiento de la enfermedad. Un gran silencio envolvía la población de semblantes ocultos tras mascarillas, distanciados en mínimas salidas de pasos presurosos. La desolación y el vacío se extendían por doquier. Y en un atardecer de un día agónico una luz apenas visible, en un balcón por mucho tiempo cerrado se vislumbró el rostro demacrado, el cabello cano y la figura cansada, apenas reconocible el violinista y su melodía sublime; un rayo de luz, de sol, de esperanza en la oscuridad. Su música envolvió los más oscuros rincones, abrió los ojos de moribundos, iluminó corazones desgastados, ilusionó rostros de niños y trazó un gigantesco camino de luz que se elevó hacia el cielo, su melodía más triste jamás escuchada, como el canto agónico del cisne, que día a día se fue apagando, hasta que por fin se dejó de escuchar para siempre.

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