La madrugada estaba bien fría y el viento en la caja de la Skoda del 56 soplaba fuerte. Nos abrigábamos con un pedazo de lona para aguantarlo. El sol empezaba a asomarse entre nubes blanquecinas que seguían nuestra marcha. Estaba medio esquivo, pero de a ratos nos acariciaba.
Para acortar el viaje hacíamos cuentos de pescas anteriores.
Mi tío Hamilton era gran pescador de esos que te decían “Vos sabes que allí, a cien metros, hay un pocito, voy a tirar ahí” y al rato aparecía con una corvina.
También, como todo pescador, era gran cuentista, le gustaba hacer bromas y chistes. Una vez me acuerdo que estábamos en la playa, muy cerca de la barra del arroyo; se aproximaba el verano y con el día lindo, a pesar de no ser todavía temporada, la gente recorría la playa. Habíamos sacado una corvina negra como de veinte quilos, la teníamos ahí tirada en la arena, al costado de nosotros. Pasó una pareja de veteranos que como todos se pararon a mirar y la señora preguntó:
―¿Esto lo pescaron acá?
―Sí ―dije yo.
―No ―dijo ella. ―¡Qué lo van a pescar acá!
―Sí, sí ―afirmé.
Ahí intervino mi tío:
―No le haga caso al niño, señora; es muy fantasioso. En realidad, la tenemos en casa y cuando venimos a la playa, la traemos para que se dé un baño y nade un poco.
―Ah ―dijo la mujer―. ¡Me parecía!
El hombre que venía con ella la miró con cara de fastidio y le dijo:
―No seas tan boba. ―y siguieron hablando no sé qué; nosotros nos reíamos.
En el viaje cada quince kilómetros parábamos para echarle un poco de aceite al motor por si le llegaba a hacer falta y por alguna otra cuestión fisiológica. En la caja, además de los bolsos con los equipos de pesca, había una bolsa con pan viejo. Nos mirábamos con mi hermano y, sin decirnos nada, empezábamos a mordisquear algunas galletas, le raspábamos lo verde y todavía estaban buenas, eso sí, un poco duras. En una de las paradas nos vio mi tío Oscar y dijo con cara de asombro:
―¿Qué están haciendo comiéndose el cebo para los pejerreyes?
Abrió uno de los bolsos y nos dio unos refuerzos de pan y queso que eran para el mediodía.
El viaje transcurría lentamente creo que por lo malo del camino y capaz que el motor no ayudaba mucho. Siempre íbamos cantando una canción de cuya letra me olvidé, pero recuerdo que una parte decía “y será un día largo que jamás olvidaré…”
Había cierta rivalidad ―creo que sana― entre las barras de pesca del pueblo. Era imposible competir con la barra del Petiso, siempre habían sacado la pieza más grande y eso era un asunto que conmovía.
Un día habíamos hecho muy buena pesca por la mañana, sacamos cinco corvinas grandes y las teníamos tapadas con una lona para protegerlas del sol. A eso de las cuatro de la tarde llegó la barra del Petiso. El mar había cambiado mucho desde entonces, el viento, que soplaba del este había cambiado a norte y el agua se había puesto marrón y tranquila, ya había pocas posibilidades de pesca.
―¿Y? ¿ha salido algo? ―preguntó el petiso.
―Poca cosa ―contestamos―, unas burriquetas y roncaderas nada más.
―Sí ―dijo―. Está muy feo. Capaz que ni tiramos.
―Están ahí, debajo de la lona ―dijo el tío.
El Petiso, de chusma nomás, levantó con el pie la lona.
―¡Qué hijo de puta! ¡Mirá qué pesca hicieron! Tiren, tiren ―gritaba y corría―. ¡Hay corvinas! ¡Hay corvinas!
En otra oportunidad llegamos a la playa por caminos de tosca y balasto, no existían las mansiones que hay hoy, era un paraje desolado, nadie en la costa, solo algunas tablas que sacó la marea y unas cuantas gaviotas que sobrevolaban por si había alguna oportunidad también para ellas. El viento del este soplaba con fuerza, el mar enojado escupía espuma que te calaba el alma, la arena voladora nos chicoteaba las piernitas flacas.
―Buen augurio. ¡Habrá pesca!
Si no era así, poco importaba; estaba rodeado de gente que me quería y con eso bastaba. Hoy pienso en los niños que hasta eso les hace falta.
El sol empezó a hacerse sentir y comenzó la diversión. Ese día pesqué mi primera corvina. Yo tendría entonces diez u once años, mi tío me había tirado el reel porque tenía que llegar al banco y para eso había que meterse al agua. La corriente era fuerte y en consecuencia las plomadas eran muy pesadas y yo casi no podía. La caña quedó fija en el posareel y yo al lado cuidándola. Al rato me distraje haciendo no sé qué cuando oí:
―¡La caña, la caña!
La agarré en seguida y sentí un cimbronazo que me cortó la respiración.
―¡No puedo! ¡No puedo! ―grité.
Se acercó mi tío
―Tranquilo, tranquilo ―me dijo―. No bajes la caña y andá dándole tanza cuando ella dispare. Vas a poder, no te asustes. Se va a cansar, ya vas a ver cómo afloja.
Y así fue. Se me salía el corazón por la boca.
―¡Qué contenta se va a poner mamá cuando le cuente que la pesqué yo solo!
Mis tíos hoy ya no están. El devenir de la vida empezó a separarnos por los distintos caminos que ella te impone, nos empezamos a ver cada vez menos, pero cuando nos encontrábamos siempre recordábamos los viejos tiempos. Mi primer reel y caña de pescar me lo regalaron ellos.
―Cuídalo ―me dijo Hamilton―, te va a dar muchas alegrías.
Todavía lo tengo; la caña que era una coligue, de las que armaban ellos en el taller con pasadores y puntero de hierro.
Sus consejos han estado siempre presentes en mi vida, sobre todo en momentos difíciles cuando todo parece oscurecerse y creemos que no hay salida.
Cada vez que voy de pesca a alguna cañada o arroyo aquí en Florida, afloran nuevamente esos recuerdos; siento el perfume del tabaco, oigo las risas, y cuentos que inevitablemente se hacían; me río otra vez. Cuando prendo un fueguito en el monte, siento el aroma de las cazuelas que hacía el tío Oscar con su infaltable olla de hierro que siempre lo acompañaba cuando íbamos al arroyo a la pesca de tamberas y, cuando no picaba (cosa rara en esa época), me prestaba la chumbera y siempre traía, para llenar la olla, algunos apereás y palomas que pululaban en la zona.
Ellos fueron el padre que no tuve y lo seguirán siendo…
“Fue un día largo que jamás olvidaré…”.
Carlos Canelas: Día de pesca
