Daiana Castañares: El último regalo

Liliana descansaba entre mis brazos. Por fin descansaba, después de meses de lenta agonía.

Acaricié con nostalgia su rizado cabello, y volví a esa mañana húmeda de abril. Su llanto casi silencioso, sus manitas pequeñas golpeando a la nada incansablemente, su mirada tan plena, tan dulce, tan vivaz. Toda ella era vida.

Apenas podía contener las lágrimas entonces mientras la envolvía en un abrazo cargado de la más pura adrenalina, sí llena de incertidumbre, pero con la firme convicción de que lo haría todo por ella. Así como lo hacía ahora.

Ya no era una beba, pero todavía podía rodear su pequeño cuerpo aún con vida.

Le faltaba crecer. Apenas estaba aprendiendo a escribir cuando las fuerzas empezaron a fallarle. Mis certezas como enfermera no eran suficientes para acallar la tormenta enardecida que azotaba mi mente. No había respuestas. Solo dudas, más dudas, la nada en persona acechando, ahogándonos en oscuras notas. Me negaba a creer que algo así pudiera pasarle a mi niña, a un ser tan inocente, y durante eternas madrugadas me pregunté por qué. Por qué ella, por qué una niñita debía sufrir lo que nadie jamás debería sentir.

Me partía el alma escuchar sus quejidos, su llanto desgastado, ver sus ojitos cansados de tanto dolor. Mi fuerte Lili apenas sonreía.

Ahora dormía, acurrucada sobre mi piel, sosteniendo casi sin fuerza su amado conejo de peluche, Pericles. Sergio apoyó una mano sobre mi hombro, supongo que intentando transmitirme algo de tranquilidad, de comprensión.

Cuando todo empeoró, cuando los médicos finalmente dejaron de ver esperanza alguna, nuestro dolor se transformó en algo más poderoso, incesante. Y con mi esposo juramos entonces que haríamos todo lo posible para que fuera feliz, aunque casi no le quedara vida. Aunque su felicidad fuera nuestra infinita condena, y a nosotros se nos fuera la vida en ello.

Liliana ya no se levantaba, solo nos miraba por entre los tubos que ahora pasaban sobre su cuerpo, la infinidad de cables adornando un panorama que ya no ofrecía nada de esperanzador. Sus ojitos color café casi parecían suplicar clemencia, aunque ella no se diera cuenta. Era una niña, y ella solo quería poder levantarse para jugar a la pelota con su conejo. ¿Cómo iba a explicarle que ya no podría hacerlo nunca más?

Esa tarde, mientras le leía un cuento sobre un arcoíris que cumplía deseos, le pregunté qué era lo que más quería en el mundo, y en un hilo de voz me respondió que ya no le doliera más. Como padres, luego de más lágrimas de las que jamás hubiéramos podido derramar, finalmente lo entendimos.

Por eso ahora la sostenía con fuerza mientras Sergio dejaba que las lágrimas cayeran libremente por sus mejillas. Yo solo sentía paz, culposa, pero paz al fin, por ella, por el fin de su dolor. Porque ahora empezaba a sentir sus últimos latidos, mientras con mi esposo la abrazamos y dejábamos caer por fin los restos de nuestra lenta aflicción. En el instante eterno en que Liliana emitió ese último suspiro, cuando el pausado ritmo de su corazón se detuvo para siempre junto con los nuestros, Pericles cayó al suelo, junto a la jeringa que nos permitió cumplirle a nuestra hija su inocente deseo. Nuestro último regalo de verdadero amor.

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