Daiana Castañares: Hasta que el asta dijo basta

El enorme esplendor del cielo azul lo invade todo a mi alrededor, y los rayos del sol se pasean cálidamente por la superficie fría y descascarada de mi cuerpo apenas desnudo. Apenas, finalmente, porque hoy es uno de esos pocos días en que me toca vestir las ropas que se supone es el único fin de mi monótona existencia.
De no ser así hoy sería uno de esos… ¿355 días? en que permanezco indiferente para la sociedad. Entonces estaría en mis paños menores haciendo alarde de mi alargada anatomía escuálida. Pelada, ya no brillante y radiante como alguna vez fui. Pálida por partes, calada al viento entre los pedazos de pintura caída y elevándome hacia el cielo con menos gracia que un árbol seco en medio del desierto.
Ay, ay, ay, si hubiera nacido bastón y no asta. Si al menos alguien hubiera tenido la decencia de darme algún propósito solemne en la vida, al menos habría ayudado al más necesitado, al menos habría tenido, no sé, un motivo de orgullo para vivir. ¡Qué va!, que de algo sirvo, pero solo diez días al año, carajo. ¡Diez días! Que si no fuera por fecha patria aquí estaría muriéndome de frío mientras muestro con descarada vergüenza todo lo que soy.
Pero este día promete, claro que sí. Promete porque es el único de esos diez días en los que ostento la mayor de las proezas. Erguirme, con fingido orgullo, frente a toda esta multitud de personas que una vez al año recuerdan que este pequeño pedacito de tierra del interior existe. Y se enteran, solo por una hora durante ese día, que también existo yo.
La sucesión casi continua de flashes podría elevar un poco mi autoestima, pero es poco lo que pueden generar en mí, una pobre asta ya cansada de posar cual maniquí. En cambio, es como el elixir de la juventud para la fría, engreída y descarada de mi hermana mayor. Ella lleva esto de ser asta con más orgullo que el propio presidente cuando le ponen la banda presidencial. Se pone toda coqueta y pelotuda y alza, casi mirándome de reojo, la ropa más fina y amada de todo el territorio nacional. Ella lleva el sol y el cielo entre sus ropas, y no duda en jactarse de ello ante mi otra hermana y yo. Claro, porque como aparte es más alta más nos degrada. ¿Quién mierda se cree? ¿Que por llevar en sus manos la representación de los tres millones cagados que somos acá es mejor que nosotras? Sí, claro, terrible engreída la guacha esta.
Mi otra hermana por ahí es más discreta. Ella lleva la bandera del prócer, y hasta nombre tiene. Y cumple con su trabajo calladita la boca, sin hacerse la linda como esta otra, y a veces me mira con cierta lástima porque, sí, yo soy la menor. Soy la tercera en la lista, soy de la que los niños de la escuela hablan cuando leen la frase sobre la franja blanca de tela. Soy esa que es como el himno, que ta’ ahí y todos cantan a vivo pulmón el “libertad o con gloria morir”, pero cuando hay que morirse, bueno, echan pa’ atrás. Y yo me pongo la mano en el pecho y canto, solo este día porque es el único donde el himno suena a diestra y siniestra por estos lados del pago y no me queda de otra, y mientras algún auto pasa por el puente atrás mío y me llena la ropa de humo y me dan ganas de cagarlo a puteadas. ¡Ni respeto por la celebración de la independencia tiene algunos, che! Pero, para qué negarlo, creo que, en definitiva, soy de esas que echa pa’ atrás también.
Estos tipos de traje ahora enarbolan discursos bien finolis y rebuscados sobre la patria y que el país y la mar en coche, y yo acá cagada de frío y mirando a los nenes allá abajo que están más cagados de frío que yo, portando a mis otras primas, las que son más chiquitas pero que tienen el lujo (o la maldición) de llevar estas mismas ropas. Los pibes bostezan y algún adulto por allá lejos también. Y mi hermana mayor, pa’ no perder la costumbre, se deja acariciar por el viento y saca a relucir el sol.
Y me entra entonces una rabia casi indescriptible y me pongo bien puestos los pantalones que no tengo y digo, ¿Vos querés hacerte la linda? Yo también, mijita. Y allá le silbo al viento y le digo que no se haga el cosa y venga a revolearme el vestido a mí también, bien a lo Marilyn Monroe y que se me vea todo el esqueleto. Y viene nomás y cumple con mi pedido. Y allá yo, toda coqueta, toda creída como la tarada esta, ondeo esta bandera con una sonrisa que nadie puede ver. Algún pibito se queda mirándome y yo me pongo toda colorada, hasta que veo que me señala y le dice algo a la nena que está parada al lado y los dos se ríen. Vuelvo a mirar mi vestido y, obvio, ¡era obvio! El sentir patriótico se escabulle de mi cuerpo al instante y vuelvo a bajar la vista, avergonzada. Vuelvo a leer la frase, vuelvo a leer la maldita frase y ¡ay, qué rabia! ¿Por qué no puedo tener el sol o ser la bandera del prócer como mis otras hermanas? No, claro, yo tengo que ser la que lleva el “libertad o muerte” bien estampado en la frente.
A la mierda, renuncio, que se vayan todos a cagar si no les gusta. Que yo no estoy pa’ hacerme la linda como esta otra ni andar siendo palo sin mérito 355 días al año. Yo nací para más, para muchos más. A la mierda la patria y los orientales y los tres millones. Porque, como dijo una banda famosa de por acá hace muchos años, si tengo que elegir entre “libertad o muerte”, elijo la letra “o”.

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