Sentados en un círculo, en el suelo, los jóvenes aguardaban expectantes.
Pronto llegaría con su andar cansino, el anciano. Era el sabio de su comunidad.
Había visto nacer muchos soles, intercambiando su lugar en el cielo con la luna. Sobrevivió muchos inviernos, transitó los cambios que fueron sucediendo.
Ahora, sentado en su tosca silla, sobre un cuero peludo de oveja, los miraba, recorriendo el círculo. Como pasando lista mentalmente, no de nombres, sino de cantidades. Era importante que ese círculo no disminuyera.
Cuando lo hubo comprobado, comenzó a hablarles. Ellos serían su eco. Un eco que repicaría aun cuando él no estuviera.
Un mensaje que transmitiría la historia, el lenguaje, las costumbres de ese pueblo que deseaba conservar su memoria, su esencia como pueblo, en la vastedad de la Humanidad.
Mientras las palabras lo contaran, no serían olvidados.
Vivirían de nuevo cada vez que se pronunciaran, serían realidad los hechos sucedidos al ser recordados.
Las palabras serían los testigos perpetuando en el tiempo.
Susana Seoane: El poder de las palabras
