Por: Antonio Lissio
No tenía intención de escribir esta anécdota, pertenecía a un pasado vuelto décadas. Aunque hay veces en que todo vuelve, por más que lo creamos ya olvidado.
La oí contar siendo niño, supongo que haya sido algo que ocurrió a vecinos o a algún familiar lejano. Para saberlo, los medios de comunicación no eran los de hoy; por eso supongo que afectó mucho a quienes les sucedió. De otro modo, no hubiera pasado de un comentario ya olvidado.
Dicen que la embarazada, llevaba ocho meses de gestación, al momento que una persistente fiebre vino a hacerle compañía. Contaban que hubo dos hechos trascendentes para que nada pasara a mayores. Uno, el médico que, viendo los medios existentes en el Interior, le dio el pase a un hospital de la capital. El segundo, que la futura madre tenía una hermana llamada Máxima, que hacía honor a su nombre, en cuanto a personalidad, con la razón de su lado, ni Timoteo Aparicio, se le enfrentaba.
No hace falta contar los avatares de ese último mes de embarazo, la futura madre era ya parte del hospital, y Máxima, la futura tía, se desdoblaba entre una casa con tres pichones que apenas volaban, y una hermana para la cual, a medida que transcurría ese último mes de embarazo, las cosas iban cada vez peor.
Se cumplió la fecha en que el niño se negaba a nacer, porfiado. El médico hubo de recurrir a tecnologías nuevas. “Unos instrumentos metálicos”, dijo. Con ellos se producía lo que se decía un fórceps. Hablando en criollo, unos hierros que sujetaban una débil cabecita, e igual que como ayudan a una vaca con piolas, para sacar el ternero, tiraron del pequeño hasta que explotó en llanto.
Digamos que, a todo esto, la futura tía Máxima era una partera más. Inútil querer alejarla de su hermana.
El médico la llamó aparte
―Tratemos de salvar la madre ―le dijo―. Para el niño es otra cosa. Sería un milagro salvarlo.
Fue entonces que se produjo el milagro. Al cabo de un rato, con la cabeza toda abollada, una incubadora era la nueva madre del crío, mientras que la verdadera, la de carne y hueso, descansaba mejorando.
Tres días contaban que habían pasado, el “abollado” tenía compañía en la incubadora, otro bebé más o menos complicado como él.
La tía Máxima, con su carácter, iba y venía, del niño a la madre, y de la madre al niño.
―Mirá ―comentó a la hermana―, creo que ya me conoce. Si sigue pelechando, me va a decir mamá antes que a vos.
“Fue de terror”, comentaban. El día cuatro apenas llegada la tarde, la voz compungida de una enfermera, se encargaba de la noticia. “El bebé ha muerto”, dijo a la madre y a la tía Máxima, que permanentemente estaba molestando (al decir de las enfermeras en sus comentarios de pasillos).
Como un resorte la tía Máxima saltó de la silla diciendo:
―No puede ser. Estuve hace un rato con él, y juro que me sonrió-. Y corriendo llegó a las incubadoras. Allí se percató que el niño fallecido no era su sobrino, sino el otro pequeño.
De haber pasado un rato, el bebé de mi anécdota hubiese tenido una tía cualquiera, jamás una tía Máxima que, dicho sea de paso, no descansó hasta no tener a su hermana y sobrino en su casa.
Hoy llené estos renglones, pues parece que, de tanto mencionarla, me estoy pareciendo a aquella tía Máxima, para la cual una vida era lo supremo, sus uñas se volverían garras sin duda, tanto por hijos, como sobrinos, vecinos o cualquiera que considerara desprotegido.
Los medios de prensa, ocho décadas más tarde de lo acontecido en aquel hospital, hoy no saben qué hacer con madres que no quieren hacerse cargo de sus hijos, aduciendo falta de medios, problemas con los trabajos, y hasta incapacidad mental, con tal de no criar hijos, (oíganlo bien) ¡Hijos propios!, ¡Mi Dios!, no lo hacen ni los que llamamos animales.
Alguien, hace muchos años preguntó ¿Quo Vadis?, ¿Será momento de preguntárnoslo nuevamente?
P.D.: Rara coincidencia, aquel bebé se llamó Antonio, e igual que yo tuvo una tía, Máxima.