Gladys Barnetche: El perro

Lo encontró en la orilla de la carretera. Pequeño e indefenso, gimiendo tristemente. Lo recogió porque él odiaba a quienes tiraban seres indefensos como si fueran basura.
Pero Barry creció grande y fuerte. Un cimarrón de pelaje gris moteado.
Se apegó a su salvador de tal forma que se volvió su sombra. Los otros perros dormían o haraganeaban yendo de un lado al otro; él no. Era el mejor guardián, siempre atento, alerta… y su dueño lo mimaba con caricias y alabanzas.


Habían pasado diez años juntos y Barry fue cambiando un poco sus costumbres: cuando él se sentaba en el corredor mirando la calle mientras mateaba, el cimarrón se sentaba frente a él y gemía como si llorara. El hombre no podía comprender qué le estaba pasando y lo llevó al veterinario para ver si sufría de algo que él ignorara, pero el profesional le aseguró que su salud era muy buena y no se explicaba qué le sucedía.
De ahí en más su comportamiento fue empeorando. Por las noches salía del cuarto de su amo y se ponía a aullar interminablemente.


Él lo retaba ordenándole que callara, después hablaba con él como si Barry pudiera entenderlo. Le acariciaba la cabeza y las orejas preguntándole qué le estaba pasando, pero el perro solo gemía y lamía sus manos con todo el amor que un animal puede demostrar.


No varió su costumbre que había tomado como un deber.
Pasaron como tres meses en eso. de mirarlo fijo mientras mateaba y gemía como un llanto sin consuelo.
Su hija pasó varias veces a visitarlo extrañada también de aquel comportamiento del mejor amigo de su padre. Parecían correr lágrimas por sus ojos tristes.


La hija pensó que tal vez presentía su muerte y era su manera de despedirse, pero su padre le aseguró que el veterinario dijo que estaba en excelente forma. Ella buscaba una explicación a tan rara conducta y, de repente, creyó comprender lo que el noble animal quería decirle.


Miró a su padre y le preguntó cuánto tiempo hacía que no iba al médico a hacerse un chequeo. Él rio ante aquella pregunta y le dijo que no precisaba un médico que se sentía muy bien, pero ante la insistencia de su hija se dejó llevar al médico donde le hicieron toda clase de análisis y pruebas.
Y allí estaba su inseparable amigo esperando en la puerta de salida.


Finalmente le detectaron un mal cardíaco que podría haber terminado en un infarto fulminante si no se medicaba y cuidaba meticulosamente con visitas frecuentes al cardiólogo, donde tal vez terminará con un by-pass


Cuando padre e hija retornaban al hogar paterno, la joven se volvió en el asiento y acarició a Barry dándole las gracias por haberse hecho entender finalmente. El perro ladró feliz moviendo su cola con afán.
Y desde ese momento ya no hubo gemidos, ni por las noches sus aullidos lastimeros e interminables. Había devuelto el favor que el hombre le hiciera al salvar su vida. Ahora estaba en paz. Vida con vida se paga y apreció mucho más a la joven que lo supo interpretar.


Hay perros cuya nobleza no tiene nombre.
Los dos volvieron a ser felices y más unidos que nunca.

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