Gladys Barnetche: Un día de siesta

La tarde ardía de calor; el sol era una bola de fuego enviando sus rayos mortíferos sobre la tierra.
Todos dormían la siesta, todos menos ella, una chiquilla de nueve años.
Su cabello cobrizo lo llevaba en dos trenzas un poco desgreñadas, sus ojos eran de un azul oscuro sombreado de largas pestañas, su naricilla respingona lucía dos pelones, recuerdo de una caída reciente.
Su boquita de labios rosas apenas entonaba una canción de cuna mientras sus brazos mecían una muñeca de trapo. Estaba de pie bajo el corredor, descalza sobre los ladrillos aún húmedos de la baldeada matutina, solo vestía un pantaloncillo corto, desflecado, recuerdo de que alguna vez fue largo.
Mientras cantaba muy bajito para no despertar a nadie, su mirada se perdía más allá del portón de salida del patio, querría correr hacia él y salir, pero sabía que no podía.
El gallo rojo también solía sestear, pero apenas sentía el chirrido del portón era rápido como una luz para estar allí, ver quién salía, si era un mayor se ligaba un puntapié, pero si eran los pequeños, estaba pronto a picotearlos y corretearlos hasta hacerlos trepar al viejo ombú.
Pero ella quería salir a pesar de todo, era su hora de completa libertad, sin gritos ni regaños. Sus padres dormían y sus hermanos también, su ansia de libertad era más fuerte que el miedo al gallo rojo.
Muy lenta caminaba, saliendo del corredor a los rayos inclementes del sol, entrecerró los ojos ante el resplandor que la cegaba, y suave, muy suave, caminaba sobre la grava, tratando que ni una de las piedrecillas se moviera de su lugar delatando su presencia.
Apretando la muñeca con un brazo, apoyó el otro sobre el portón de madera y se alzó sobre la punta de sus pies, sus ojitos miraban de un lado al otro, no vio nada, ni gallo ni gallinas.
Ella quisiera poder correr libremente, sin amenazas, tirarse en el pasto y rodar, sintiendo el aroma de la hierba y el frescor en su piel, pero sabía que el gallo era el centinela de su madre, así se aseguraba que sus hijos no se alejasen de la casa en las horas que ella les prohibía.
Miró a su alrededor sin encontrar nada que le sirviera de defensa.
Decidida, abrió el portón muy suavemente, tratando que no chirriaran sus goznes, entreabrió solo lo suficiente para poder pasar su delgado cuerpecito, y así lograr, silenciosamente, poder escurrirse del patio hacia fuera.
Miró hacia todos lados rápidamente, no vio nada ni a nadie; feliz, alzó los brazos y giró revoleando su muñeca, estaba sola frente a la naturaleza, miraba hacia la casa, tan silenciosa a esa hora.
Luego echó a caminar hasta el bosquecillo cercano donde se ubicaba el añoso ombú, lugar de todos sus juegos, por primera vez lo tendría para sí sola, sin discusiones ni peleas.
Iba tan absorta que tarde sintió llegar el aleteo furioso del gallo detrás de ella, giró y solo tuvo tiempo de poner su muñeca de trapo como escudo sobre su cara.
El peso del gallo la volteó, cayó de espaldas golpeando su cabeza sobre una piedra, por suerte para ella no muy grande.
El gallo picoteó sus manos que aún sostenían su muñeca; ella trató de empujarlo, pero el ave tanto saltaba a su cabeza como a su cuerpo sin dejar de picotearla.
Sus manitos echaban sangre, pero ni un gemido escapaba de sus labios, giró sobre el suelo y tomó la piedra con la que se había golpeado, y en la próxima embestida, lo golpeó; solo le alcanzó un ala, pero al segundo intento le dio en la cabeza, quedó aleteando un poco atontado.
La niña se enderezó, bañada en sangre sus manos y cara y en un acto de furia y venganza, comenzó a golpear al animal una y otra vez; solo cuando ya no se movía, se detuvo, arrojó la piedra que le sirvió para vengar todos los malos ratos que aquel gallo le costara.
Quedó allí, de pie, manchando su muñeca de trapo, sabiendo que le esperaba un castigo cuando su madre se levantase, pero la satisfacción de aquel cuerpo inerte, la hizo feliz a pesar del dolor de los picotones que llenaban sus manos y cara.
Así lentamente, caminó hacia el portón de entrada al patio, se lavó las heridas para atenuar el dolor.
Estaba segura que no olvidaría por el resto de sus días este día de siesta pleno de calor.

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