Melanie Siré: La habitación

Había algo en su habitación que le impedía seguir viéndola como su habitación. No lograba encontrar las palabras exactas para describir lo que sentía respecto al espacio delimitado por aquellas cuatro paredes, pero sabía que no era bueno. Jamás pensó que un profundo sentimiento de rechazo se gestaría dentro de ella hacia algo tan simple y común, pero así era.
Ya no podía dormir en su cama, ni mirarse en su espejo. Ya no podía tampoco sentarse en su viejo sillón junto a la ventana a leer un libro. Aquel cuarto ya no se sentía suyo.
Le tomó unos días entender las razones de aquel extraño sentimiento que cada vez era más fuerte, pero por fin logró formar una idea sólida al respecto: no estaba sola en aquella habitación. Allí había algo o alguien más, podía sentir su energía, su presencia. Podía sentir su enojo.
Jamás se había negado a creer en la existencia de lo sobrenatural. Desde pequeña había sido capaz de percibir aquello que el ojo humano no ve, y nunca se había equivocado. Así que, sin lugar a dudas, podía afirmar que no estaba sola en su propia habitación.
Las cosas comenzaron a complicarse cuando la presencia se comenzó a manifestar. Primero fue el olor. Una oleada de putrefacto hedor inundaba el resto de la casa cada vez que abría la puerta del cuarto. Había leído en reiteradas ocasiones que los espíritus malignos solían despedir ese aroma cuando ocupaban una casa, por lo que comenzó a temerle a aquella visita no solicitada. Luego, fueron los ruidos. Pequeños chillidos comenzaron a provenir desde el armario, como si alguien se quejara allí dentro. Así mismo, las tablas del suelo no dejaban de crujir en toda la noche.
Hacía ya una semana que no entraba en su cuarto. Había decidido dormir en el living, en su viejo e incómodo sofá. De todos modos, era mejor que enfrentarlo a él.
Referirse a la presencia como un ser masculino no era una simple decisión al azar. Al cabo de unos días más, la presencia comenzó a hablar, dejando entrever que se trataba de un hombre. Su voz era extrañamente conocida, pero no parecía provenir de la habitación, sino que sonaba directamente en su cabeza, como si la presencia se hubiese aburrido de ocupar su cuarto y ahora ocupara su cerebro. Repetía una y otra vez la misma pregunta: “¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?” y parecía que no descansaría hasta tener una respuesta. Pero ella no sabía ese porqué, ella no sabía nada.
Después de la quinta noche en la que la pregunta “¿por qué?” se repitió incesantemente unas mil veces, sus nervios no resistieron más y salió despavorida de la casa. Necesitaba ayuda, alguien que sacara a aquel hombre de su casa. Acudió a quien le pareció que sabría cómo manejar la situación: el sacerdote del pueblo. El hombre, a pesar de que eran las cuatro de la madrugada, aceptó acompañar a la alterada mujer hasta su casa.
Una vez en el hogar, el religioso sintió al instante el olor a putrefacción. Lo sintió demasiado real, demasiado presente… También sintió los chillidos, un tanto conocidos a los oídos del hombre que, lentamente, comenzaba a hacerse una idea de la situación… y comenzaba a asustarse. Una parte de él sabía lo que encontraría cuando entrara en aquella habitación.
Y, para su infortunio, sus suposiciones eran correctas. Una docena de ratas iba y venía desde el armario de puertas entreabiertas, llevando consigo pedazos de lo que parecía ser carne y ropa. El olor era intolerable: un fuerte hedor a carne podrida.
Detrás de las puertas dobles del armario, el cuerpo descompuesto de un hombre lo miraba con una expresión eterna de pánico, lo último que vio la mujer, su esposa, al asesinarlo.
Desde la puerta, la mujer soltó un único suspiro que, a oídos del religioso, sonó a una expresión de alivio. Luego, con total naturalidad, comentó
—¡Así que eso era lo que causaba el ruido y el olor! ¡Qué suerte, estaba segura de que tenía un fantasma en mi casa!

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