Genoveva era una de las vecinas más longevas del barrio.
Muy temprano en la mañana su vecino la escuchaba hablar del otro lado del muro. No le llamaba la atención porque ella siempre hablaba y nunca se sabía con quién ni por qué.
Esa mañana su voz se escuchaba más fuerte. Genoveva salió a su patio, saludó como siempre lo hacía, haciendo reverencias a cada una de sus plantas:
-Buenos días, señor Manzano. Buenos días mis hermosos durazneros.
Bajó la vista y encontró a su hermosa y roja frutilla:
-¿Qué pasó, mi querida? ¿No saludás?
-No y no.
-¿Por qué?
-¿Por qué el señor Manzano tuvo hijos que no respetan a las damas?
-¿Cómo es eso?
-Sí, el señor Manzano, como lo llamas tú, sacudió sus ramas y lanzó unos de sus hijos encima de mí y me aplastó. ¿Ahora qué voy a hacer? Pensaba estar en tu mesa el día de hoy.
Genoveva la levantó con ambas manos y la llevó a su boca deleitándose con su sabor y color que quedó manchando de rojo sangre que da la vida a su mano.
Después de un rato, encontró en un rincón al gajo del manzano.
-Yo me caí y no quise lastimarla.
Estaba muy triste y la llevó adentro.
El duraznero le reclamó golpeando su cabeza con una de sus ramas:
-¡Mira qué jugoso durazno! Puedes hacer una rica mermelada y cubrir tus tostadas.
La manzana, ya recuperada, reclamó:
-¿En qué vas a colocar mi dulzura?
-A ti te voy a llevar al horno.
Así cada mañana Genoveva daba vida y voz a sus árboles y su huerta llena de colores y de aromas y de sabores.