Ya hace casi cuarenta años de aquella mañana de mayo en la facultad de Ciudad de México. Un sol radiante de primavera recorría la galería donde salíamos a conversar mientras esperábamos el comienzo de la siguiente asignatura. Se escuchaban los rumores de animadas conversaciones, y todo se parecía a cualquier otra mañana.
De pronto, el rumor de charlas y risas comenzó a ser solo telón de fondo para lo que parecía ser una discusión. Y esta se tornó tan intensa que el rumor fue apagándose hasta que toda nuestra atención se dirigió al lugar desde donde provenía la discusión, ahora muy fuerte y acalorada, luego violenta.
Ahora éramos cientos de personas que nos volvimos buscando de dónde provenía. Y allí estaba mi compañera de clase y un vaquero. Un hombre inmenso, con su sombrero inmenso, con manos inmensas, enfurecido, que la amenazaba mientras ella negaba con la cabeza.
Fue un instante, no atinamos a hacer nada, cuando vimos, incrédulos, como de un golpe ella caía al piso. Todos corrimos a socorrerla, mientras aquel hombre inmenso se acomodaba el inmenso sombrero y se alejaba sin que nadie se animara a encararlo.
Se hizo un enorme silencio, la ayudamos a pararse lentamente. El Decano se acercó trayendo un vaso de agua que bebió agradecida mientras se ordenaba la ropa y secaba las lágrimas.
Se ve que se dio cuenta que necesitábamos saber de qué se trataba porque se dirigió al Decano y dijo:
—Dejo la facultad, me voy con mi marido.
Y, en respuesta a nuestra cara de asombro, agregó:
—Si vino desde tan lejos a buscarme, es porque me quiere.