Isabel Rodríguez Orlando: Breve historia de cómo aprendí a leer

Leer era un hechizo
Irene Vallejo
Yo tendría no más de cuatro años. A casa llegaban por el tren un diario matutino y otro vespertino, y otro diario los domingos que traía una revista en cuya contratapa siempre venía un cuento. Yo veía a papa reír con la lectura de ese cuento y después a mi hermano mayor que por esa época estaba en tercer año escolar. También lo veía disfrutar con las historietas de las que yo solo veía los dibujos porque él no me las quería leer.
Por la noche, después de la cena, a la luz de la lámpara, papá nos leía un capítulo del Quijote. El reía mucho, pero yo no entendía por qué las locuras de aquel viejo no me hacían gracia alguna. A él sí.
Un día papá me dio el libro en que él había aprendido a leer. Era viejito, pero conservaba todas sus hojas. Lo más feo era su forro de tela. Tenía un color muy desagradable. Pero él nunca había querido cambiarlo porque cuando se lo dieron en la escuela, hacía tantos años, su madre se lo había forrado con la única tela que tenía a mano y él quería conservarla. Ahí empecé a mirar las ilustraciones y los palotes. Le pedí a mamá que me enseñara y ella accedió.
De a poquito y con un método que ella inventó, empezó a enseñarme.
Yo quería leer el libro de papá, las historietas de los diarios, pero no el Quijote.
Pero el día que llegaron mis tías con un paquetito y yo lo abrí y adentro había un libro nuevito como no había visto nunca, con colores hermosos y además al abrirlo –según me enseñaron ellas- hasta la mitad, los paisajes y los personajes se veían como si fueran de verdad y ellas me leyeron el título, Alicia en el país de las maravillas, me volví loca.
Le pedí a mamá que me enseñara más, que me enseñara no una vez al día, sino todo el día, a toda hora.
Pronto empecé a leer todo: Alicia, las historietas de los diarios, el cuento de los domingos, el libro viejo de papá.
Cuando tenía cuatro años y medio, mi hermano del medio, que había cumplido seis años en diciembre, empezaba la escuela en marzo. Le compraron todo y yo miraba con envidia. Dije que quería ir, pero me explicaron que no tenía edad. ¿Edad? ¡Que me importa la edad! ‒dije‒. ¡Si yo sé leer y escribir y él todavía no sabe!
Hice tal escándalo que el primer día de clase papá me llevó y le pidió a la maestra si podía dejarme. Ella, entre risitas, le dijo que sí, que me dejara tranquilo que iría uno o dos días y me aburriría.
Nunca me aburrí, Hacía todo lo que hacían los demás y mucho más, pero yo no estaba en lista. A mediados de año vino el inspector y la maestra le habló de mí. Cuchicheaban, pero yo escuchaba todo. Él me hizo leer en el libro y dijo:
―A veces los niños aprenden de memoria y hacen como que leen. Tal vez ella sepa de memoria el libro del hermano.
Mandó a buscar un diario al almacén. Leí todo lo que me indicaba
―Sabe leer como un niño de sexto ―dijo—. Póngala en lista, haremos una excepción.
Pase a segundo con cinco años, a tercero con seis, a cuarto con siete y así sucesivamente.
En la escuela había una biblioteca que nadie usaba. Antes de los diez años, que fue la edad a la que abandoné aquella escuela, ya me había leído las Novelas ejemplares de Cervantes y otros libros muy interesantes.

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