Antonio Lissio: Los pájaros blancos

Me empañaba en despertar, no en cualquier lado, y en vano, quería mi sitio en el mundo y despertaba en otro que no era el mío, era otro, tal vez del futuro, quizás fuera el que debiéramos transitar antes de la nada. Tan distinto, que más de una vez, vino a mí el deseo de cerrar los ojos y echarme resignado a morir.
No deseaba estar en exhibición en un mundo donde todos vestían de blanco y, como hormigas, iban y venían presurosos, y de vez en cuando una mirada a esta piltrafa, sin fuerzas, sin voluntad, inmóvil, prisionero de cuerdas, de cables y caños.
¡Qué impotencia! Madre mía, yo que trepaba el árbol más alto, yo que atravesaba nadando cualquier laguna, estaba ahora en caja de cristal, para que cualquier curioso idiota mirara de paso. Vaya tal vez, que uno de estos, un pichón de Adonis, pavoneara colgando su moco, el paso apurado de hormigas sin título.
Vaya uno a saber, puede ser que me haya hecho bien, que haya sido el incentivo en luchar, en vivir, en decir en voz alta
―Aquí estoy, y soy, y habré de llegar a mi mundo, con los míos.
Llegó el día que, atado como estaba, luché igual por librarme, atraje atención, y advertencias. Si la cosa era morir, que fuera digna, de pie y luchando. El pavo, disimulando miró
―Está volviendo ―me dijo―. Quédese quieto, de lo contrario romperá algún circuito.
Fue lo mismo que una puteada, me vino bien, por todo mi cuerpo caminó vida, y me dije ―Van a ver todos que no estoy acabado, que aún transitaré mucho, mucho tiempo, no en este mundo artificial, caminaré en el de los míos, en el que se viste de colores, en el que los sentimientos existen.
Por suerte, debo decirlo, crecí en la calle, fuera con permiso o sin él, crecí en la calle jugando, peleando a brazo partido en más de una ocasión, pero me mostró ella todos los momentos, los felices y los otros, ella me enseñó a defenderme, en ella transcurrieron todos los sucesos, conocí la mano de la traición, la mano de la envidia, y, sobre todo, llegué a entender el significado de la palabra “amigo”.
No pude saber cuál fue, pero me tendió la mano uno de ellos. Ignoro cuál de todos porque para ayudarme tomó forma de pájaro… Desde mi celda, una banderola daba a un pequeño patio, alto, en un piso tercero, un pequeño chingolo se paseaba de derecha a izquierda por ella, como queriendo entrar.
Pareció conocerme y su paseo se tornó en insistente picoteo, contra el vidrio, picoteaba y me miraba, voló hacia arriba, y se fue rumbo al sol.
Recién entendí el mensaje: él jamás deseó entrar, me llamó en el picoteo y voló hacia lo alto, rumbo al sol, creí escuchar su voz, que me decía: ―Vení conmigo, vení que acá tendremos viento, tendremos árboles y luz, vení que tu mundo está aquí, aquí están todos los colores―. Y volé, volé con todas las fuerzas de sus alas prestadas.
Atrás quedaron pájaros blancos, mezquinos, cárceles y sogas que te retengan, volé con tanto ímpetu, que llegué hasta aquí, donde nuevamente descubro también, los colores que tenía olvidados.

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