Isabel Rodríguez Orlando: Laberinto

¿Dónde estamos?
¿Dónde todos nos bajamos?
ANTONIO MACHADO

El 17 de octubre pasado me avisaron de la capital que mi madre, que se encuentra desde hace varios años en un geriátrico, se había agravado y había sido hospitalizada.
Preparé todo en mi casa para que mi familia sufriera lo menos posible mi ausencia. Ellos siempre han estado acostumbrados a que yo sea la que haga las compras, prepare la comida y la sirva a cada uno según su gusto, limpie la casa, lave la ropa de todos, la cuelgue y la descuelgue de la cuerda y la planche, la doble y guarde en el ropero de cada uno sin equivocarme sobre el dueño de cada uno de los pares de medias. Están acostumbrados a que saque los zapatos a ventilar y los limpie, a que guarde la ropa de invierno cuando llega el verano y la de verano cuando llega el invierno y que la saque y la ventile cuando cambia la estación y que le dé a cada uno lo que es de cada uno sin confundirme.
También están acostumbrados a que les ceda el control de la televisión, que no solo el aparato es mío, sino que soy yo quien abona mensualmente la cuota del cable para que ellos puedan ver lo que quieran y cuidar de que no discutan mientras yo me siento a hacer crochet resignándome a no ver la telenovela porque ellos mismos me dicen que son «culebrones», tonterías, mientras ellos miran cada cosa escalofriante que yo no quiero ver ni oír.
Están acostumbrados a que yo sea la que me levante primero a preparar el desayuno y que, además, corra a sacar la basura antes de que pase el recolector y digo «mi basura» porque parece que fuera yo la única que genera basura en mi casa, como si ellos nunca comieran una fruta y tiraran la cáscara.
Entonces tuve que ingeniarme para dejar todo preparado para que no sientan tanto mi ausencia.
A las dos de la tarde tomé el ómnibus interdepartamental y bajé dos horas después. En la terminal tomé un taxi porque tengo miedo y en un taxi me siento más segura. Me bajé frente al hospital. Entré y empecé a preguntar por mi madre. Aquí no es, aquí no es, aquí no es…
Es la primera vez que vengo sola a un hospital en la capital y estoy muy asustada. Seguí por un pasillo, doblé por otro y por otro y por innumerables pasillos, hasta que sentí que me faltaba el aire. Las enfermeras vestidas de blanco me contestaban sin mirarme y parecía que no tocaban el piso de tan apuradas que iban de aquí para allá. A nadie le importaba mi persona. Recorrí el hospital durante varios días y no pude encontrar a mi madre hasta que una mañana di con una puerta que parecía abrir al mundo exterior. Necesitaba aire. Pero mis ojos, acostumbrados ya a la penumbra, quedaron deslumbrados por el brillante sol y el azul profundo del cielo y el verde oscuro de una vastísima extensión que parecía no conducir a ninguna parte porque no había señalado ningún camino ni se veía viviente alguno, ni humano ni animal. Sentí miedo de aquel mundo infinito e incomprensible y volví a entrar y a cerrar la puerta.
Creo que hay un lapso que no recuerdo y una mañana me despertaron para la higiene y el desayuno y resultó que era yo la que estaba internada. Jamás vi a mi madre.
Tampoco he vuelto a ver a mis hijos. No sé si sabrán dónde estoy. Estoy tan cansada que no quiero volver a levantarme y recorrer pasillos. Tampoco quiero ya abrir puertas que no conducen a ninguna parte.

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