Cada vez que se oía hablar de una epidemia, así fuera en el Extremo Oriente o en otro punto muy lejano del mundo, mi madre empezaba con sus lamentaciones.
―¡Ay! Yo me acuerdo de mi Olguita, mi chiquitita, mi mimosita, mi hermanita más chiquitita que mamá dejaba a mi cuidado. Dormía conmigo. Yo la bañaba, la vestía, le daba la leche, la comida, la llevaba a pasear a la plaza. ¡Cómo se divertía! ¡Qué feliz era! ¡Era tan graciosa! Me parece oír sus carcajadas, mi angelito querido.
Nos contaba todo como si fuese la primera vez, y a la historia que ya sabíamos de memoria, siempre le agregaba algo y yo le hacía alguna pregunta ‒cuya respuesta ya conocía‒:
― ¿Y qué edad tenían las dos?
―Yo tenía catorce años y ella, la pobrecita, solo dos años y medio. Parecía que tenía más porque hablaba clarito, cantaba versitos que yo le enseñaba, bailaba. Era la más alegre e inteligente de las hermanas.
― ¿Y qué fue lo que pasó, mamá? ―a mí se me escapaba la pregunta sin querer, y mis hermanos hacían gestos como diciendo “¿otra vez tenemos que oír el cuento?”
―Pasó una tragedia, algo espantoso: hubo una epidemia de tifus.
― ¿Y cómo es?
―Da una fiebre muy alta, dolor de cabeza, dolores musculares, vómitos… Bueno, de todo. Es terrible. En casa vivíamos limpiando; nunca supimos cómo se contagió ni por qué fue la única en la casa. Yo siempre he pensado que tal vez fue en la plaza porque un día se cayó y se lastimó una rodillita. Yo la llevé a casa, le lavé con agua y jabón y pronto empezó con los síntomas. Me he culpado toda la vida, pero nunca lo dije y en casa no se habló del tema.
Hasta ahí la narración y ya comenzaba el llanto de mi madre. Mis hermanos se iban y yo me quedaba a consolarla:
―Mamá, por favor, hace décadas de lo que pasó. No llores, después nació Estercita y ella siempre cuenta que fuiste una madrecita para ella.
―Sí, pero no me consoló.
― ¿Y yo, que soy tu única niña, tampoco te consolé?
―No es lo mismo.
Y seguía con la historia tantas veces repetida:
―El doctor venía todos los días. Él decía: “Para mi Olguita es algo especial porque lleva el nombre de mi esposa. ¡Y qué hermosa que es! Es una muñequita. Una muñequita que está siempre alegre, aunque esté con fiebre. Parece una persona mayor. Se ve que es una niña feliz”. Irradiaba alegría —continuaba mamá—, tanta que nadie hubiera imaginado el desenlace. ¿Por qué a ella, la más chiquitita, la más cuidada y protegida? Un día el doctor dijo que estaba mejorando. Nuestra alegría fue tan grande que con mamá lloramos juntas. Pero yo vi que mamá no lloraba como yo, porque tenía una expresión rara, como si tuviese una premonición. Claro, ella ya había vivido otras epidemias. Aunque el doctor venía todos los días, en un momento mamá dijo que lo llamaría para que viniera más temprano. “¿Por qué? ―pregunté yo―. Pero no me contestó. Él vino enseguida, la vio y sacudió la cabeza sin decir nada. Se fue y dijo que volvería al poco rato. A las cuatro y media de la tarde, la fiebre aumentaba. Le poníamos pañitos fríos y parecía aliviada, pero ya nada la hacía hablar ni sonreír, y tampoco abría los ojitos. Yo le hablaba para que no se durmiera, pero de pronto vi que estaba profundamente dormida. Llamé a mamá y yo salí de la habitación. De pronto oí el llanto desconsolado de mamá. Y me di cuenta de que Olguita se había dormido para siempre.
Y entonces, como tantas veces, mi madre estallaba en llanto y yo la dejaba llorar hasta que no tuviera más lágrimas. Después que dejaba de llorar, seguía con la historia que yo creía terminada:
―Y cuando tu abuelo vino con la primera radio que todas esperábamos, mamá lo mandó a devolverla gritando “No quiero música en esta casa, Todavía estamos de duelo. Yo todavía no me olvido de mi hijita”. Y ahí me di cuenta de que ella no demostraba su dolor para no entristecernos a todos, pero que nunca se consoló. Tiempo después, por nosotros, los otros hijos, aceptó otra radio.
¡Tantas veces relató mi madre la triste historia!
Pasaron las décadas, ella partió. Cuando le tocó partir a la última tía, yo me traje todos los papeles que ella guardaba y entre ellos estaba la libreta de casamiento de mis abuelos. La abrí y empecé a leer cada hoja. Y allí estaba: “Olga nacida el 28 de julio de 1921”.
Me impactó y pensé: “Bueno, mamá, al fin estarán juntas”.