La pobre mujer había quedado sola. Su esposo la había abandonado y se había ido a vivir a otra ciudad. La ayudaba económicamente pero, en cuanto al cuidado y educación de sus dos hijos, había quedado ella sola.
Eran buenos muchachos, uno estaba recién llegando a la adolescencia y el otro ya estaba en esta etapa, pero ella los veía aún como niños y los cuidaba con exceso.
Necesitaba saber continuamente dónde estaban y qué estaban haciendo. Ellos salían casi siempre con la pelota y a veces jugaban en la calle y otras en un terreno baldío que estaba apenas a una cuadra de su casa. Ella iba a verlos desde lejos colocándose en un lugar donde sus hijos no la vieran porque se enojaban,
—¿Somos niños acaso? —le preguntaban. Ella reía. Los adoraba.
Un día vinieron con la novedad de que en el club político adonde ella iba y ellos a veces la acompañaban habían comprado un juego de ajedrez y un compañero —ya adulto— que sabía jugar desde hacía años, les enseñaría, pero empezaría con los de más edad. Ellos –por ahora—solo observarían, y así también irían aprendiendo.
Entonces ella les preguntó:
—¿A ustedes les gustaría tener uno?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —gritaban los dos.
Aprenderían leyendo en algún lado y observando a sus amigos.
La madre sabía que, tratándose de un juego de mesa, los tendría más tiempo dentro de la casa. Ella se decía: “se precisa inteligencia y ellos la tienen, y se precisa paciencia y aprenderán, y se precisa concentración y memoria y aprenderán a desarrollarla y les será útil en los estudios”.
—Es el juego ideal para ellos —pensó y repensó mil veces.
Fue y se los compró. Y les compró el mejor que encontró. No le sobraba el dinero, pero hizo un sacrificio.
Ellos buscaron material escrito acerca del juego y fueron volviéndose apasionados del mismo.
La madre empezó a ver los resultados y estaba feliz.
Pasado cierto tiempo una noche se hizo muy tarde y los dos hermanos no aparecían. La madre estaba sumamente nerviosa. No tenía teléfono por entonces. Se echó sobre la cama sin desvestirse, pero no pudo conciliar el sueño. Intentó de todo; la lectura, ver una película, tejer, oír música, pero el sueño no se apoderó de ella ni un segundo.
Cuando vio por la ventana el amanecer —porque hacía rato que había dejado de mirar el reloj que la desesperaba más— se levantó, se lavó la cara, pero ni pensar en desayunar. Por suerte le arrancó el auto y salió a buscarlos. Dio varias vueltas sin tener idea de a dónde ir. A la policía ni loca. Estaban cerca del final, pero todavía no había terminado la dictadura.
De pronto, sin pensarlo, se encontró frente a la puerta abierta del local partidario adonde habían empezado a reunirse de vez en cuando después de varios años de tenerlo cerrado. Como los grandes decían “tenemos que empezar a desproscribirnos. Venimos, limpiamos, jugamos a las cartas y al ajedrez y vamos conversando”.
Estacionó frente a la puerta —sabiendo que quedaba mal estacionada, pero no le importó—. Se encontró antes de la puerta cancel con un amigo mayor, muy mayor y muy querido y responsable. Venía con una sonrisa que se convirtió en risa y entonces ella empezó a tranquilizarse dándose cuenta de que nada grave había pasado.
—¿Están acá? —gritó ella—. ¿De qué te reís?
—Sí, están acá, pero no los retes. No pude convencerlos de que debían irse imaginando tu preocupación, pero eso fue lo único malo que hicieron, no hacerme caso. Yo me quedé a cuidarlos. Los demás son más grandes y son muy buenos muchachos, pero por las dudas me quedé.
—¡Ay! ¡No sabés cuánto te lo agradezco! Pero ¿qué hacen? ¿Preparan pinturas para los muros?
—¿Qué pinturas? Llevan como ocho horas jugando al ajedrez. Aparecieron de tarde con un precioso ajedrez nuevo que vos misma les compraste, así que la culpa es tuya. Se pusieron a jugar y no pudieron parar en toda la noche. Ganaron siempre. Tenés que estar orgullosa. A mí no me dejaban ni hablar, yo quería que se fuesen porque sabía que estarías medio loca, y sin teléfono para explicarte dónde estaban.
Ella no les demostró enojo, pero les hizo prometer que no volverían a hacer algo así, y más aún con la situación que todavía estaban viviendo y que no sabían cuándo llegaría a su fin.