A la mañana, como siempre, nos llamó mamá esperándonos con la cocina a leña prendida, las tostadas sobre la reluciente plancha, el café con leche oloroso y humeante.
Después de desayunar, como cada mañana, nos cepillamos los dientes y nos pusimos el guardapolvo blanco con una moña grande azul que llevábamos con orgullo. Dimos un beso a nuestra madre que siempre nos decía lo mismo: “Pórtense bien” y salimos camino a la escuela, no sin antes pasar por el galpón o el brete donde nuestro padre trabajaba, a darle un beso y escuchar “Vayan con cuidado y atiendan a la maestra”. A lo que mi hermano y yo respondíamos “Sí, papá”.
Así felices, íbamos por adentro del campo donde la niebla nos hacía adivinar por dónde íbamos hasta que llegábamos al bajo de un arroyito que cruzábamos por un puentecito de madera pero que dejaba observar los hilos plateados corriendo entre las grandes piedras grises y algunas cubiertas de verde, en contraste con las amarillentas y rojizas que descansaban entre ellas.
El frío nos azotaba, pero nosotros íbamos con una sonrisa de oreja a oreja.
Teníamos a nuestros padres y la maestra, que era medio rezongona, pero que juntos nos enseñaron valores como respeto, trabajo, humildad y, gracias a ellos que siempre se pusieron de acuerdo en algunas penitencias, hoy somos lo que somos. Mi padre siempre decía “en casa nosotros y en la escuela, la maestra”.
Agradezco las lágrimas de impotencia cuando nos tomaban las tablas dos o tres veces y nos decían: “Hasta que no las sepas bien, no jugás; lo que para ustedes hoy es tiempo perdido, mañana no lo será y nos recordarán”.
Y así es. ¡Cuánta razón tenían!
Hoy les doy las gracias a esas tres personas, mis padres y la maestra.