José Luis Llugain: Canto a la esperanza

Conocí a Vicente en el liceo. Recién había llegado con su familia a la capital proveniente de una pequeña localidad. Su vestimenta denotaba su origen humilde, lo cual no le impedía estar siempre bien aspectado. Al principio pasaba inadvertido en el salón de clases. Supuse que el hecho de encontrarse en un ambiente desconocido, lo llevaba a no hablar excepto cuando algún profesor le preguntaba algo. Sin embargo, con el pasar de los días comenzó a relacionarse con nosotros, sus compañeros de clase. A la hora del recreo siempre se le veía alegre y con una innata afectuosidad, lo que generaba que disfrutáramos mucho de su compañía. Su sentido del humor y los dichos traídos desde su pueblo natal eran motivo para que siempre alguien quisiera compartir algún momento con él, por más corto que fuera. Nuestro mayor descubrimiento sobre su persona ocurrió cuando comenzó a destacarse en el canto. En clase de música, él se transformaba en otro ser; se percibía que el canto constituía su motor vital, que la música corría por sus venas. Su voz se destacaba por sobre las restantes y constituía una verdadera guía para quienes cantábamos a su lado. Un día le pregunté al respecto de su pasión por el canto y él no tuvo inconveniente en hablar del tema. Me comentó que había heredado el gusto por la música de su padre y, si bien no pudo compartir muchas cosas con él porque falleció siendo Vicente un niño, el ejemplo legado bastó para enamorarse para siempre de la música. Con un vecino de su pueblo, Vicente dio sus primeros pasos en el mundo de la música. Aprendió a ejecutar la guitarra con el instrumento que fuera de su padre y en poco tiempo entonaba cuanta melodía escuchaba. En las reuniones familiares, en los campamentos escolares y hasta en la iglesia, él se convertía en el centro del evento. Con un innato magnetismo para transmitir su pasión por la música, lograba que todos disfrutaran al momento de cantar. La venida a la capital fue una apuesta para mejorar la situación económica de su familia. Su madre obtuvo una recomendación para trabajar para una gente pudiente, logrando además que le permitieran habitar con sus hijos (dos niñas y Vicente, el menor de los tres) en un apartamento al fondo del extenso jardín que rodeaba la casona. Si bien su madre solo le exigía estudiar, Vicente sentía que, por ser el único varón de la familia, estaba obligado a constituirse en el principal sostén económico de la familia. Es por eso que, de diversas maneras, procuraba generar ingresos valiéndose de la única herramienta con que contaba: su voz. Su esperanza en un futuro mejor iba de la mano de la música. Cantaba en fiestas, participaba en concursos musicales y, aunque él nunca me lo dijo, supe que también cantaba en los ómnibus procurando hacerlo en zonas de la ciudad donde no pudiera ser reconocido por los compañeros del liceo. Él no se avergonzaba de ser pobre ni se lamentaba de su origen, pero sí quería preservar su intimidad. Yo se la respeté y nunca le dije lo que sabía sobre su admirable esfuerzo. Los años han pasado. Vicente nunca perdió la esperanza de que, a través del canto, pudiera salir adelante en la vida… ¡y lo logró! Su sueño se hizo realidad y hoy es un exitoso cantante. Pero no por ello, aun famoso, abandonó a su madre y sus hermanas; siempre las ha apoyado para que nunca más les faltara nada. Aferrado al tablón de la esperanza, pudo sortear todo el oleaje del mar embravecido que caracterizó su vida. Su lucha, su bonhomía y el canto lo han llevado a lo más alto que una persona puede aspirar. Hoy mi amigo Vicente es un ser feliz.

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