José Luis Llugain: El ladrón y su condición

Por el año ‘80, fui a la capital a estudiar electricidad automotriz, un curso exigente pero
necesario para trabajar en lo que siempre me ha gustado. Mis padres no dudaron en
apoyarme económicamente pese a que no tuvieran mucho dinero, porque veían que ese
era mi futuro.
En la academia me sentí a gusto desde el primer día; los conocimientos que traía me
ayudaron para aprender sin mayores problemas todo lo que me enseñaban. También me
fue fácil integrarme al grupo humano del salón de clases, abandonando mis temores de
que fuera rechazado por el solo hecho de no ser capitalino. En los ratos libres
compartíamos charlas, fiestas y hasta excursiones a lugares, todos nuevos para mí, por
cierto.
De entre esos compañeros, con Gabriel fui armando una linda amistad; incluso me
invitó a jugar en su equipo de fútbol. En su casa, nos reuníamos a estudiar, para ir juntos
a la cancha o a las fiestas. Además, en tiempos en que todavía no había teléfonos
móviles, algunos días iba a su casa para llamar a mi familia, y a veces solo estaba su
madre y me iba enseguida después de hablar.
La vida seguía su curso hasta que un día Gabriel me dijo que su padre no quería que yo
fuera más por la casa cuando su esposa estuviera sola. Ese ataque de celos, tan gratuito
como absurdo, me dolió mucho. Jamás me había pasado por la mente ver a la madre de
mi amigo como una potencial conquista amorosa; en las pocas conversaciones que
mantuvimos, yo la vivía como una especie de tía y nada más. Solo atiné a “acatar la
orden”, y, si bien continuó la amistad con Gabriel, nunca más pisé su casa.
Según reza el dicho: “el ladrón cree que son todos de su mismo condición” y en este
caso también se aplicó. Un par de años después, se supo que el padre de Gabriel
mantenía desde hacía varios años una relación extramatrimonial con la mejor amiga de
su esposa. Por fin yo encontraba la explicación de todo: el infiel se proyectaba en un
hombre de su círculo cercano que pudiera cortejar a su esposa, tal como él lo había
hecho con esa amiga.
Jamás descargué mi bronca con nadie, particularmente con Gabriel, ajeno a esta
situación, de la cual también era víctima. El escándalo terminó en divorcio; es más,
nunca perdonó a su padre la infidelidad. En todo momento, mi actitud para con él fue de
no tocar el tema ni hacer ningún tipo de reproche o reclamo… ¡Incluso al principio tuve
que animarlo por lo mal que la estaba pasando!
Nuestra amistad ha seguido a través del tiempo. Aquel insuceso no dañó nuestra
relación y hoy seguimos compartiendo nuestras vidas y los mismos valores de respeto y
fidelidad; los cuales, además, hemos sabido transmitir a nuestros hijos, quienes hoy
mantienen un lindo vínculo entre ellos, al igual que lo hacemos sus padres desde hace
cuarenta años.

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