José Luis Llugain: ¡Pucha, Vicente!

¡Pucha, Vicente! Te fuiste sin yo saber por qué lo hiciste. ¿Acaso no podrías haber compartido conmigo esa cruz que cargabas en soledad y quizás te librabas a tiempo de ella? ¡Cuántas veces uno de nosotros fue el apoyo del otro en momentos duros y de los cuales supimos salir adelante y con muchas más fuerzas y ganas de vivir!

¿Por qué no me llamaste para conversar y ver cómo yo podía hacer algo, aunque más no fuera escucharte? Recuerdo que en este último mes tú siempre tenías una excusa para no encontrarnos; pero, sin embargo, te pasabas enviándome por teléfono un montón de fotos con vivencias compartidas durante tantos años: campamentos, asados, reuniones… ¿Te estabas despidiendo?

¡Pucha, Vicente! ¿Cuántas veces nos dijimos que éramos amigos inseparables, esos que son parte de uno en el cuerpo de otro? Nunca nos abandonamos, siempre estuvimos juntos. Cada uno fue testigo de casamiento del otro y también padrino del hijo del otro. Nuestras familias se llevan bien; teníamos amigos en común, pero el lazo entre nosotros era ajeno al resto del mundo. En el libro de la historia de mi vida, tú ocupas muchas de sus páginas, todas gratas.

Es por eso que me cuesta tanto comprender cómo fue que llegaste a esta decisión sin charlarlo conmigo. De a ratos, el llanto me impide conversar contigo. Tengo una mezcla de dolor y de impotencia. Dolor por tu partida, e impotencia por no haber podido contribuir a cambiar tu decisión.

¡Pucha, Vicente! Nadie me explica qué te llevó a esto. Solo he podido atar algunos cabos con datos que me dio María. Me dijo que te notaba algo disperso, con poco brillo en los ojos y, sin embargo, le reiterabas a cada rato que la querías mucho. También me contó que hace unos pocos días le regalaste a Gustavo la carpa y el sobre de dormir que usabas en los campamentos, alegando que ya no estabas joven como para salir a acampar y con la esperanza de que mi ahijado los usara con el mismo placer que tú lo hacías. ¿Te estabas despidiendo?

Te reitero la pregunta, Vicente, ¿qué te pasó? ¿Qué fue lo que te condujo a tomar esa decisión: ¿un enojo?, ¿una frustración muy grande?, ¿dinero?, ¿alguna enfermedad?…

Lo que sí sé es que te invadió la soledad y, cual fiera agazapada, ella saltó y te clavó sus garras en el corazón sin que tú presentaras batalla. Te sentiste solo y a nadie llamaste para que te auxiliara en esa lucha desigual. ¡Carajo! ¿Acaso no podrías haber llamado -al menos- a mí, tu mejor amigo, tu hermano del alma?

¡Pucha, Vicente! No te guardo bronca por lo que hiciste, ni te reprocho por haberme ignorado antes de tomar esa decisión. La respeto por más imposible que me resulte cicatrizar esta herida. Nunca dejaré de quererte, por siempre seguirás siendo mi mejor amigo. Te juro que jamás te archivaré en el baúl de los recuerdos.

A lo sumo me animo a expresarte que deseo que hayas encontrado la paz que buscabas cuando fuiste tras los pasos de Alfonsina, tan enamorados del mar tanto tú como ella.

¡Bah!, yo también soy un apasionado del mar. Seguramente, cuando en la playa juegue con las olas bravas, como tantas veces lo hicimos, será el lugar ideal para seguir creyendo que aún estás a mi lado, mi querido Vicente.

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