• 30 de septiembre de 2023

José Luis Llugain: Tú no podrás

Jun 8, 2023

Emilia vivía con su familia en un tambo pequeño. Su esposo trabajaba como peón en el establecimiento, en tanto que ella se encargaba de la limpieza de las instalaciones, de las tareas domésticas del hogar y de la atención a los hijos. Luego de una crisis económica importante el tambo cerró, viéndose la familia obligada a emigrar a la ciudad buscando nuevos horizontes. Meses después el esposo fue contratado como casero en el predio de un club deportivo, lo que significó contar con sustento y vivienda para el núcleo familiar.


Con el paso del tiempo el sueldo cada vez rendía menos, los hijos —en pleno crecimiento— demandaban más recursos no visualizándose en el corto plazo alternativas posibles a esta situación. Hasta que llegó el día en que Emilia decidió trabajar como empleada doméstica y así contribuir a las finanzas del hogar.
El esposo se disgustó por esa decisión; incluso, antes de conseguir un puesto, le cuestionó su idoneidad para trabajar fuera del hogar. En un tono entre paternal y peyorativo le decía:
―Tú no podrás trabajar fuera del hogar. Apenas conoces unas pocas recetas de cocina, eres desordenada y muy conversadora. No durarás mucho tiempo en ningún empleo. Mejor quédate en tu casa y seguimos como hasta ahora.


Pero Emilia no se amilanó. Una vez conseguido un puesto de trabajo, se propuso aprender todo lo que pudiera de la dueña de casa que la contrató, una señora mayor que gentilmente le asesoraba y enseñaba todos los trucos de una buena ama de casa. Así fue que Emilia en pocos meses se convirtió en una prolija mucama, en una buena cocinera y hasta en una eficiente secretaria de su patrona. Ésta estaba muy satisfecha con su desempeño, por lo que periódicamente le daba algunas sumas de dinero extra en reconocimiento a su buena gestión y a las tareas excepcionales que cumplía con eficacia y fidelidad.


El esposo de Emilia no se interesaba por los avances de ella; para él todo lo que ella hiciera fuera de la casa no era valioso ni digno de reconocimiento. Si bien Emilia se molestó con esa actitud, igualmente siguió adelante en su nueva vida, pero ahora con planes propios que, quizás, no podría compartir con su marido tal como ella hubiera deseado al inicio de trabajar. Fue así que, aplicando la cultura del ahorro aprendida desde su humilde origen, comenzó mes a mes a ahorrar una parte de su sueldo y de todas las partidas extras que percibía. Al cabo de unos pocos años ya contaba con una suma de dinero interesante como para lanzarse a la conquista del mayor sueño que se había fijado: tener una casa propia.
Y buscando y buscando, un día se enteró que una casa —modesta pero en buen estado— estaba en venta y a un precio accesible. Sin dudarlo un instante, se contactó con los propietarios de la casa y en poco tiempo pudo concretar el negocio.


Ni bien la recibió, ella ocupó la casa invitando a su núcleo familiar a mudarse con ella. Los hijos aceptaron la idea, pero no así el esposo, alegando que no podía mudarse por razones laborales. Muy pocas veces él aceptó ir hasta la casa y, cuando iba, lo hacía en calidad de visitante; era obvio que esa casa no la sentía como su hogar. Su orgullo, necedad y machismo le impedían disfrutar de las realizaciones de su esposa y considerar a los logros de ella como una conquista para toda la familia. La relación entre los cónyuges se marchitó, ya no tenían presente ni futuro en común. Entre ambos existía una relación pacífica pero distante.
En la medida de sus posibilidades económicas, Emilia fue mejorando la casa y embelleciendo su interior. Se sentía satisfecha y feliz con su logro, amén de concebir que llegaría a la vejez con la tranquilidad de contar con casa propia en donde habitar.


Varios años después, cuando los hijos ya se habían independizado, en una tarde de otoño estaban los esposos hablando de cosas banales hasta que surgió el tema del futuro, es decir, del inexorable paso del tiempo. Ella, en tono amable como siempre, le expresó su disposición para que él se mudara a la casa en cuanto se jubilara dándole el siguiente argumento:
―Tú no podrás seguir viviendo en el club una vez que estés jubilado.
Pero él, fiel a sus convicciones, no aceptó la invitación respondiéndole con la muletilla de siempre:
―Mejor quédate en tu casa y seguimos como hasta ahora.

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