Se apagaban las últimas brasas del día. Las hojas blancas del cuaderno donde hacía los deberes se oscurecían de a poco en la mesa del comedor cuando su madre entró nerviosa.
-Andá a encerrarte en el cuarto. Te llamo en un rato -dijo ella con voz quebrada.
Sin decir palabra, él levantó sus cosas y se dirigió a su habitación. No era la primera vez que escuchaba aquella orden de su madre.
Cerró la puerta tras de sí e ingresó a su cuarto. Las paredes llenas de posters de bandas de rock y las repisas llenas de libros de ficción siempre estaban para acompañarlo en tardes como aquella.
Desde el otro lado llegaron los primeros ruidos. Las viejas maderas del suelo chocaban entre sí al paso de varios pares de pesadas botas que entraban y salían de la casa rompiendo el haz de luz que entraba por la puerta de su cuarto. Una vez las sombras dejaban de correr, volaban los corchos de botellas destapadas para servir al vals de jarras y cartas que danzaban por encima de la mesa
Pasando la noche, aquel mundo no hacía más que crecer, ahora golpes y gritos parecían exigir su entrada desgarrando la puerta. El niño repleto de miedo y con la espalda pegada a la pared veía cómo la silla que trancaba la perilla tambaleaba y parecía a punto de caerse. Parecía que aquel extraño mitin metería sus garras por la puerta para arrancarlo de allí, siempre lo pensaba, pronto aquellas noches de gritos y golpes se tragarían la casa, y su cuarto no escaparía de toda aquella oscuridad, caería en ese horrible embudo de sombras tal y como su madre lo había hecho años antes.
-¿Hasta cuándo? -se decía para sí.
Y volvía a aquellas tardes, las otras tardes, donde la oscuridad aguardaba lejos de su hogar, años atrás, meriendas entre bizcochos, risas y barajas con música altísima de fondo se proclamaban dignas de las quejas de los vecinos, pidiendo el silencio en la cuadra.
Su padre los había abandonado a ambos, supo volver a formar una familia lejos del pueblo, desde entonces las tardes de risas y meriendas nunca se volvieron a escuchar por el barrio. La puerta de su cuarto nunca volvió a abrirse.
Volvía a recordar aquellos años llenos de luces donde su hogar explotaba en algarabía día tras día. Y es que solo volviendo, los minutos pasaban y la oscuridad solo parecía estar de visita por aquella casa.
Así concilió unas pocas horas de sueño que fueron suficientes para que al despertar todo estuviera calmo, la luz del sol incendiaba su cuarto, el otro mundo parecía haberse ido. Se despojó de las sábanas que lo cubrían y se levantó lentamente de la cama, luego de vestirse, llenó sus pulmones de aire y quitó la silla, abrió despacio la puerta, el resto de la casa, aparecía impecable tras ella.
-Ya está la comida -oyó decir a su madre.
En el comedor de la cocina lo esperaba un vaso de leche junto a una bolsa llena de bizcochos. Su madre se sentó frente con él para verlo, sus ojeras eran testigo de los cientos de noches en vela, no pudo contener su angustia, y saltó sobre él para abrazarlo, ríos de lágrimas que corrieron por la espalda de su hijo.
En los tiempos que corren, algunas de las puertas se cierran y otras se abren, aún se ven pasar luces y sombras, como en cualquier casa, pero desde aquel día no hubo entrada para el mar de gritos y golpes que arrasaba con todo, la silla que evitaba su entrada fue puesta en la cocina junto a la de ambos, esperando junto a bolsas de bizcocho a aquel vecino amigo que, llegado con cartas en el bolsillo para pasar la tarde, decide acoplar su risa a la de aquella pequeña familia cuya algarabía desbordaba por las ventanas y puertas de lo que volvió a ser un hogar.
Lucas Martínez: Luces, sombras y puertas
