Era una tarde de fines de otoño, la temperatura era agradable y estaba llegando a mi ciudad natal para hacer unos trámites.
Desde la Terminal tomé la calle que me lleva a mi barrio de la infancia y comencé a caminar mirando vidrieras.
Hacía poco había celebrado mis sesenta años y todavía palpitaba los hermosos momentos vividos en familia y con amigos.
Mis pensamientos me iban retrotrayendo en el tiempo.
¿Si parece que hace poco estaba terminando la escuela y después ya yendo al liceo? Incluso me veía estudiando en terciario, obteniendo mi título y empezando a trabajar. Luego mudándome a vivir al campo y formando mi hogar allí.
Una sonrisa interior me llevó a recordar cuando fui mamá de una hermosa niña y después la felicidad que experimenté al ser abuela de dos lindos varoncitos.
¡Tantos años de trabajo y de esfuerzos compartidos de toda una vida para concretar lindos sueños!
Pero ¿cuándo habían pasado tantos años?
Parecía que la vida había transcurrido así, tan de prisa, sin dejar huellas. Pero sí, sí que las había dejado y por más que había huellas imborrables y difíciles de olvidar, las otras, las huellas hermosas y duraderas eran muchas.
Seguía caminando sin prisa por esa recordada calle y mis locos pensamientos me hacían hacer gestos y hasta sonreír, provocando que algún transeúnte que me cruzaba se diera vuelta para mirarme de reojo, mostrándose algunos de ellos asombrados o cómplices de estas sonrisas también.
Es que había tantas y tantas cosas de las cuales alegrarse, reírse, deleitarse, sonrojarse, que ahora me daba cuenta que en realidad esos años habían valido la pena y no habían pasado en vano.
De pronto, al ir acercándome a la esquina de la panadería, un aroma conocido me transportó a la niñez y el olorcito a bizcochos, a galletas, a pan, me embriagó.
Al pasar justo allí frente a la puerta, un impulso me hizo detener y entrar.
Subí lentamente esos dos escalones que tantas veces había subido saltando y corriendo de la mano de mi madre o con alguno de mis hermanos y, para mi sorpresa allí me lo encontré.
Estaba sentado detrás del mostrador frente a la caja registradora, al lado de aquella balanza de platillo blanco que todavía lucía inmaculada; mostraba su sonrisa franca, lo que me hizo buscar en ese rostro cansino al muchacho vigoroso, trabajador y amable que recuerdo de niña.
Entonces, así de golpe me topé con Don Carlos, -hacía mucho que no lo veía-, ya no era el mismo joven que recuerdo, ahora ya mayor lucía su cabello gris plata y se lo veía distendido disfrutando e interactuando con los vecinos y los clientes.
Otra vez un torbellino de imágenes invadió mi mente.
¡Cuántas veces mi madre me mandaba a esta panadería a comprar el pan!
¡Cuántas veces, apurada, hacía corriendo las tres cuadras que quedaban desde mi casa hasta la panadería!
¡Cuántas veces, después a la vuelta, volvía despacio comiendo un cañoncito que él me había regalado!
Mi preferido era el pan brasilero, un pan dulce y suave con un sabor inigualable, que no siempre podía comprar porque a veces las monedas no me alcanzaban para todo.
En algunas oportunidades mi madre me mandaba a entregar costuras que había hecho y con lo obtenido por el trabajo, me daba permiso para comprar mi pan preferido.
¡Qué lindo era volver de la escuela sabiendo que esa tarde iba a merendar una rica cocoa con leche y pan brasilero! ¡Era tan feliz con tan poco!
Esas meriendas con mis hermanos son un recuerdo que todavía me hacen explotar el corazón provocándome en el pecho un estallido de alegría.
Así, embriagada por los recuerdos, de pronto volví al presente y me vi delante del mostrador como si no hubieran pasado los años, y otra vez el aroma inconfundible me hizo sentir, me hizo vibrar, para después buscar en la vitrina el inconfundible pan brasilero, -tal cual hace medio siglo atrás-.
¡Allí estaban mis panes, tantas veces recordados y saboreados desde el corazón!
Pedí unos cuantos, pagué mi compra y un nudo en la garganta me impidió hablar, aunque quería decir, quería contar, quería preguntar.
Por fin, pude recomponerme, despedirme y salir.
Mis ojos nublados por la emoción no me dejaban ver los escalones de la salida, pero finalmente salí sin dificultad porque los conocía a la perfección.
El aire de la calle me serenó, me llenó de felicidad y seguí camino hacia mi casa materna, aunque me reprocho todavía no haber sido capaz de compartir con Don Carlos tantas lindas vivencias que presumo lo hubieran alegrado y emocionado como a mí.
Si la vida me da otra oportunidad, no la dejaré pasar, por él y por mí, por la vida, por los recuerdos, ¡por el aroma del pan!