Una mañana de agosto de 1980 llegó a casa a saludarnos, como siempre, apurada y nerviosa.
Así era la abuela Julia. A veces de mal humor, pero siempre le justifiqué su carácter porque la vida no había sido fácil para ella.
Quedó viuda con cuatro hijos, el mayor con trece años y el menor de apenas siete. Tuvo que ser buena administradora, padre y madre a la vez, para que sus hijos se hicieran hombres de bien y formarán las familias que éramos en ese momento.
Recuerdo que estaba por servir el almuerzo y le dije:
—Abuela, ¿por qué no come con nosotros y después se va?
Pero me contestó:
—No, mijita, ya tengo la comida pronta—. Nos dio un beso y se fue.
Al rato llegó un primo a casa y me dijo:
—Vamos al hospital. Julia está grave.
—No puede ser, recién salió de acá, entendiste mal —le dije sorprendida.
—No —contestó—, no estoy confundido, estaba comiendo y se ahogó.
Fuimos rápido al hospital, pero, cuando llegamos, ya había fallecido.
En ese momento comenzaba otro problema para nosotras. Había que avisar a los hijos, ellos estaban en campaña y en esos años los caminos eran horribles. Por eso alquilamos el avión de Cameto y me llevó hasta sus casas.
Cuando llegué, Homero, con cara de asombro, me pregunto qué pasó y le conté lo sucedido. Mandó enseguida al empleado a avisar a los hermanos mientras nosotros regresamos a Sarandí.
De esa manera fue mi vuelo bautismo, en tan triste circunstancia. Para el piloto fue su primer vuelo sin instructor.
Así de repentina fue la partida de la abuela.