Ángela tenía unas manos suaves que sabían trabajar y acariciar.
Vivía en mi barrio de la niñez desde siempre. Tenía un hijo varón que estudiaba magisterio y era su orgullo.
Recuerdo su casa, muy antigua de paredes altas y una enorme puerta de hierro con vidrios biselados de muchos colores que resaltaba entre las otras, por ser diferente.
Al entrar a la primera sala y al comedor todo era raro y distinto, había animales embalsamados de ojos grandes como acechando al que entraba, carpinchos, nutrias, muchos lagartos y hasta un lobito de río, pájaros de todo tipo -cardenales, horneros, gorriones, canarios-. Era un zoológico de animales muertos.
A veces mi madre me mandaba a hacer algún mandado a su casa y yo sentía mucho miedo. Salía de mi casa, cruzaba la calle, abría su puerta y gritaba “Negra”-que era su apodo- y entraba corriendo hasta la cocina para evitar mirar los animales, pues parecía que se iban a lanzar sobre mí.
Ella me esperaba con los brazos abiertos y en ese abrazo escuchaba mi corazón agitado y me tranquilizaba diciéndome que no tuviera miedo, que eran parte de una colección de su fallecido esposo, siendo este el único recuerdo que le quedaba de él.
Ángela era dulce, tenía una voz suave, su complexión era delgada y frágil y su cabello gris le daba un aire de abuela cariñosa y tierna que todos hubiéramos querido tener. Era trabajadora y muy hábil con sus manos.
Le gustaba cocinar y amasar y los sábados los dedicaba a esa tarea. Ese día madrugaba, encendía la cocina a leña del galpón y preparaba todo tipo de masas. Al rato, una mezcla de aromas invadía el barrio: pan casero, pastel de natilla, torta de trilla y algunos bollitos que eran sus preferidos, los que degustaba en la semana junto a su hijo y a alguna otra visita infantil que siempre recibía.
Entre semana trabajaba mucho en lo que realmente le gustaba: bordar.
Era la bordadora a mano más importante de la ciudad. Las agujas, las telas, los hilos y las puntillas eran su vida. Con ese trabajo sostenía su hogar y costeaba los estudios de su hijo.
Sus manos sedosas y suaves, que sabían de amasijos y de bollitos, eran mágicas cuando de bordar se trataba, pues de ello sabían a la perfección.
Su domicilio era muy frecuentado y tuvo que poner horarios para atender a sus clientas, pues de lo contrario no se podía sentar a bordar.
Entre los trabajos más pedidos estaban los ajuares para bebés, los juegos de sábanas matrimoniales bordadas con las iniciales de los cónyuges, los ajuares para novias, prendas para el hogar: toallas, manteles y carpetas.
Su labor era reconocida y gracias a ello gozaba de mucho prestigio.
Mi hermana y yo, a veces, la visitábamos para mirar las novelas y merendar con ella. Me encantaba aprender a bordar también y tenía un bastidor a mi medida. Me enseñaba y aprendí los puntos básicos: punto tallo, punto atrás, punto cadena, punto rococó, punto festón.
Había uno que era muy difícil para mí: el punto filtiré, que ella hacía a la perfección hasta que tuvo buena vista, después, tenía bordadoras que se lo hacían, entre ellas mi madre que también bordaba.
Un día, en medio de esas visitas me contó que su hijo se había recibido de maestro y trabajaría en una escuela rural cercana a la ciudad. ¡Qué emoción tan grande sentía en su corazón! Su sueño se había cumplido.
Fueron pasando los meses y su hijo le dio la gran noticia: sería abuela.
Enseguida comenzaron los preparativos para la llegada del bebé.
Por supuesto sería la encargada del ajuar: moisés, batitas, baberos, tules, todo muy colorido con amarrillos y verdes para no tener que desechar prendas después del nacimiento.
Por fin llegó el momento tan ansiado, muchos nervios, mucha incertidumbre. Y hubo otra sorpresa en el momento del parto. ¡Eran mellizos! ¡Cuánta premura para duplicar las prendas! Ya no importaban los colores.
A Ángela se la veía feliz, plena de energía, con idas y venidas, y muchas corridas de aquí para allá. La llegada de esos dos varoncitos lo eran todo para ella, pues junto a su hijo y su nuera, eran su razón de vivir ahora.
Los días fueron transcurriendo felices, hasta que un domingo de invierno después del almuerzo, su hijo salió en su moto a dar una vuelta por la escuela donde trabajaba, porque tenían todo tipo de animales de granja.
Fueron transcurriendo las horas y su hijo no volvía. Ella percibió de antemano la tragedia. Su corazón lo presintió. Su hijo ya no regresó más.
Lo mataron en tiempos de dictadura, un domingo de agosto. Quedaron muchas interrogantes y muy pocas respuestas. La casa quedó en silencio.
Su corazón sintió mucho dolor y angustia y sus manos no bordaron más. Su mente quedó vacía y su mirada detenida en una foto colgada en la pared del comedor. De a ratos, los balbuceos y los llantos de dos niños la hacían ver su nueva realidad. Por ellos, sus manos tiernas y suaves volverían a arrullar y a acariciar, a bordar y a amasar.