Martha Oguez: Sin ser el más chico

—¡Maestra! ¡Maestra!— dijo el niño subido al caballo recostado al alambrado del predio escolar—. Sin ser el más chico, el otro amaneció muerto esta mañana.
La pobre mujer quedó parada con la túnica a medio poner.
Las palabras retumbaban en la cabeza de María sin que pudiera entender del todo el mensaje.
El niño que trajo la noticia vivía en uno de los tantos tambos que rodeaban la escuela. Era miembro de la familia más carenciada de toda la zona.
Muchos hermanos; tres o cuatro iban a la escuela; otros ya eran mocitos. No aprendían mucho, casi nada, pero todos ordeñaban. No tenían madre; solo una hermana cuidaba de ellos dentro de sus limitaciones. En realidad, no eran dueños del tambo: trabajaban para el frigorífico. (No había casi propietarios en la zona. Incluso el local de la escuela estaba en predio ajeno, frente al salón comunal. Las maestras disponían de una humilde casita para habitar. A veces, por las noches, les apedreaban el techo. Ellas prendían el farol y permanecían en vela.)
María, que era la directora, llamó a las otras maestras y trataron de indagar un poco más a Juan: el pequeño había estado con gripe; varios días después —según contó—, se fue quedando quietito; ya no se quejaba ni lloraba.
—Creímos que estaba mejor— aseveró el hermano.
María consiguió locomoción con el almacenero vecino y, después que se fueron los niños, fue al tambo con sus compañeras.
Se enterraron en el barro para entrar a las casas. Ya estaba oscureciendo.
La tardecita en el campo, cuando es invierno, parece la más triste del mundo.
Sentían el frío que les entraba por los pies y se subía hasta sus asustados y conmovidos pechos.
Sí, era cierto: allí estaba el cadáver del pequeño de casi cinco años. Tenía un pantalón marrón con tiradores rotos; el cabello pegado a la cara de mugre y barro.
La escena no podía ser más patética: la pieza negra de humo, algunas camas con trapos encima. En la cocina, en cuclillas casi sobre un bracero, estaba la hermana mayor.
Ninguno allí era «completo» —decían en el pago—. La discapacidad psíquica agudizada por el entorno. Miseria descarnada se veía aún en la penumbra. Humo y desolación.
Una de las maestras, en actitud cristiana, lavó el cadáver. Las otras consolaron y ayudaron con los trámites para el entierro.
El dueño de casa casi no pronunció palabra; se mantuvo en actitud contemplativa.
No se suspendió el ordeñe. Los dos hermanos mayores trajeron una oveja para comer asada y una bolsa de galletas.
Ya bien de noche, las tres maestras jóvenes (ninguna llegaba a los treinta años) se recluyeron en la casita luego de comentar el suceso con la familia del almacenero.
—La zona es difícil —les habían dicho.
Esa noche no escucharon música, ni prepararon las clases para el día siguiente. Solo se sentía la lluvia afuera y el frío que se colaba por las rendijas.
María no lograba llorar. Casi podía sentir lo que pensaban las otras. Trató de infundir tranquilidad porque no estaba muy segura de que pudieran asimilar aquella situación. Apagó el farol y apretó entre sus manos, muy fuerte, la linterna. Se quedó inmóvil, escuchando. No podía dormir.
De pronto una de ellas empezó a chillar. Era la que había lavado el cadáver.
María quedó sentada en la cama. El chillido se convirtió en llanto desesperado y convulsivo.
Prendieron el farol y la lámpara. Tomaron café y, por fin, pudieron llorar.
Conversaron toda la noche del mundo y sus malditas miserias.
Al otro día hicieron más cosas. Como el furgón de la empresa fúnebre no llegaba hasta el tambo por la lluvia, pusieron al pequeño cajón sobre los casilleros vacíos y marcharon al pueblo rumbo al cementerio en el camión del almacenero. En el puente los alcanzó el vehículo de la funeraria.
Así, bajo la lluvia helada que enfriaba hasta el alma, las dos maestras rurales (la otra quedó atendiendo la escuela) enterraron al pequeño Manuel.
Ningún miembro de su familia asistió al entierro.
El viernes, como cada viernes, tomaron el tren para pasar con sus familias hasta el lunes.
En el viaje no hubo sonrisas, ni alegrías por el retorno.
Ya nunca serían las mismas: habían crecido. (La pena, la impotencia, el dolor nos cambian.)
María miraba por la ventanilla y no veía nada. Solo la oscuridad que lo envolvía todo.

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