No al milagro

Por: Norma Hernández

Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados.
Gabriel García Márquez
Llegaban buscando el milagro de todas partes y de todas las edades: madres con hijos chicos, otras con hijos ya hombres o mujeres con algún defecto físico o alguna enfermedad desconocida.
Ahí estaba Elcira, una uruguaya con un hijo de veintidós años nacido en Tacuarembó sin documento de identidad, esperanzada de volver al paisito con su hijo sanado de ese vergonzante defecto que carga desde su nacimiento. La curandera probó todo tipo de brebajes o fermentos fríos o calientes. Nada resultó; el niño crecía y con él su defecto.
A los diez años, le dijeron que el último recurso era azotar el defecto tres veces por día con buenos ramos de ortiga colorada. Ataron al niño y pusieron todas las fuerzas y ganas en la dosis. Inmediatamente los gritos de dolor e insultos del chico atrajeron a la abuela que, al entrar y verlo rojo como una brasa, grita:
—¡Déjenlo! ¿No ven que es el diablo? — Y llevándose las manos a la cara, llorando decía— Es todo culpa de mi madre.
La abuela se repone y cuenta la historia:
—Me contaron mis hermanas mayores que mis tres hermanos eran terriblemente arteros, cuanto más los castigaban, peor se portaban. Mi madre los llamaba los tres diablos. Después tuvo seis hijas. Cuando se dio cuenta de su décimo embarazo, se desesperó.
—¿Qué viene ahora? ¿otro diablo? ¿o…? ¡Otra mujer no… no quiero un lobizón! Prefiero el diablo, y corrió, rosario en mano, a pedir a la imagen borrosa y sin nombre que tenía en un cuadro que no le mandara una niña. Ella a cambio rezaría tres veces por día el rosario completo y en la noche obligaría a sus nueve hijos a unirse a la oración. Cada mes aumentaba un rosario diario. Pasó el noveno mes y se anunció el parto, había que apurar el rezo, tocaban siete, pero entre pujos contenidos y jadeos, no pudo completar la promesa. Nació una niña muy bonita, parecía perfecta, no había en ella ningún signo de lobizón. Esa niña soy yo, el castigo que debió ser mío, hoy lo sufre mi nieto, ¿no ven que es el diablo? Ese chicote que ustedes llaman tercer brazo, es la cola, solo que por ser humano le nació en medio de los hombros. Todos entendieron que esa era la explicación del defecto, ahora sí están convencidos que no habrá cura.
Ahí está su madre, pidiéndole al ángel viejo que le seque de una vez ese horrible tercer brazo y ahí está él, diciendo no al milagro, todo lo contrario. Pide más agilidad para que su brazo siga tocando y tomando lo ajeno, sin que nadie lo note. Son tantas las ventajas, que para nada quiere perderlo, está tan feliz de tenerlo, que a veces cree que se estira o se contrae según la ocasión. Por eso se esconde entre la multitud, para que el viejo ojo del ángel no lo encuentre. No le importa la vergüenza de su familia; si lo hubieran tratado normalmente, sería quien más rendiría trabajando, así que se aguanten y lo sigan manteniendo. Su madre seguirá alimentando y cosiendo esos largos bolsillos interiores en la espalda de sus chaquetas o camisas. Cuántos anillos, relojes y hasta dinero ha metido ahí. Solo le falta una mujer, la buscaría.
La encontró una noche sentada frente a una ventana contemplando la luna. Le dijo cosas muy bonitas acerca de ella y de la luna, así la enamoró fácilmente. En poco tiempo planearon casarse. Con el juez no podía hablar, ya que sus padres, por su defecto nunca lo declararon, él no existía ante el registro civil. Habló con el cura, quien a cambio de una pequeña limosna para la iglesia no tendría inconveniente en casarlos. Como la limosna fue poca, los casó solo con el nombre de pila, no les anotó apellido.
Cuando quedaron solos, él le habló de su defecto, de lo que había sufrido en su niñez, y de la historia que había contado su abuela. Ella no se inmutó, lo tomó con tanta indiferencia que solo comentó: “Se parece más a un chicote que a un brazo”.
Se casaron en menguante. A los veinte días la luna se llenó. Ella pasaba horas sentada frente a la ventana adorando la luna, sorda a los urgentes llamados amorosos de su esposo. Hasta que, en la cuarta noche, él perdió la calma y a rastras la llevó a la cama. Ella, como en la noche de bodas, no se inmutó y comenzó a desvestirse sensualmente, con caricias buscó amorosa el brazo-chicote de su esposo, le envolvió con dos vueltas el cuello y empezó a tirar con tanta fuerza que los ojos de él inmediatamente quedaron duros y cuando la cara le quedó completamente morada, ella salió por la ventana y corrió y corrió hasta encontrarse con la luna.

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