Nora García: El recreo

Éramos muchos los pájaros que a las tres de la tarde esperábamos ansiosos a que sonara el timbre que anunciaba el comienzo del recreo en la escuela.
Así veíamos aparecer en el patio a quienes comerían su merienda y dejarían las exquisitas miguitas por las que nos disputábamos.
Éramos muchos, los gorriones que no saben caminar y solo saltan, las cotorras parlanchinas que mucho nos fastidian con su canto y nosotras las palomas que somos las más elegantes y que, aunque no nos quieren, todos nos admiran.
Pero a pesar de nuestra diversidad compartíamos aquel momento en buenos términos.
Ya conocíamos a los niños y les poníamos nombres y sabíamos qué les gustaba comer. Teníamos nuestros preferidos.
A mí particularmente me encantaba mirar a una nena rubia que muchas veces permanecía calladita mientras comía unos exquisitos bizcochos de anís que eran mis preferidos.
Ya la conocía del año pasado cuando comenzó Primer Año y se vino a este patio porque antes la había visto en el patio de los chiquitos.
Sé que su mamá trabajaba en la escuela, aunque nunca se le acercaba, y que el papá se despreocupaba de ella porque pensaba que la madre la cuidaría.
Nunca vimos que nadie viniera a hablar con su maestra, y esto parecía que la hacía más frágil y desprotegida.
Por eso yo la quería más que a las otras niñas que, a veces, se le acercaban a invitarla a jugar.
Pero recuerdo que aquella tarde de otoño la vi aparecer contenta corriendo y dando saltitos trayendo en la mano izquierda el bizcocho que tanto me gustaba y en la derecha un montón de folletos de colores.
Esa tarde parecía estar muy alegre y se acercó a las compañeras mostrando sus folletos y la escuché decir que se los había regalado una prima que fue a una exposición. Todas los miraron admiradas por sus hermosos dibujos y colores.
También vi cómo se le acercaba de atrás una niña más grande, que era aquella que traía una comida que solo les gustaba a las cotorras.
Vi cómo tomaba sus folletos y tiraba de ellos amenazando y cómo el bizcocho de anís rodaba por el piso del tirón que le dio.
La nena se defendió y le dijo “esos folletos son míos”, con toda la seguridad que le daba saber que decía la verdad. A lo que la otra respondió: “si no me los das, se lo digo a tu mamá”.
Con la fuerza otra vez de la verdad le dijo: “decile”.
Fue entonces que aquella fea niña logró que la madre de la nena viniera al lugar donde todos mirábamos desde las palmeras casi sin respirar lo que estaba sucediendo.
Entonces la fea, sin vergüenza dijo: “esos folletos son míos y ella me los sacó”.
La nena tranquila sabiendo que su madre sabía de sus folletos esperó que se hiciera justicia.
Para nuestra sorpresa vimos cómo la madre quitaba de sus manos los folletos en disputa y la despojaba de su tesoro, que ponía en manos de la niña fea.
Y la despojaba del poder de la verdad, y se sentía avergonzada por ser tratada como mentirosa. Se la veía tan desprotegida, y vimos cómo las lágrimas cansinas resbalaban por la carita y logramos sentir su sentimiento de inmensa soledad. Parecía más que huérfana. Y todos comenzamos a volar en círculos alrededor de su cabeza queriendo abrazarla a nuestra manera.
Solo recuerdo estar mareada de tanto volar en círculo sin poder dejar de verla sentada en el piso con la cabeza entre las piernas.

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