Servando Echeverria: Flaco Pintos

Pasaba todas las mañanas muy temprano, pedaleando a desgano su bicicleta, avanzaba lento por mi calle que tenía una eleve pendiente por lo que debía aumentar su esfuerzo que le flaqueaba. El flaco y la bicicleta, tal para cual, se parecían: él alto, desgarbado, sus brazos la prolongación del manubrio, el cuadro de hierro tan delgado como las piernas, el asiento desflecado como su pelo desgreñado, las ruedas faltas de aire y él falto de alimento; despintada y su dueño casi en harapos.

Trabajador sí, pero borracho a más no dar. Gran equilibrista, a la vuelta del trabajo venía cargado de alcoholes, haciendo eses, el manubrio giraba de un lado a otro y cuando era inminente la caída, sus largas piernas apoyadas en el suelo, lo ponían en vertical. Así continuaba su marcha sobre las dos ruedas.

El flaco Pintos, así sin más, tenía una característica muy singular que le dio popularidad y lo diferenciaba de los demás borrachos, que abundaban y se mostraban. La particularidad era el instrumento que ejecutaba mágicamente: la armónica.

A la tardecita el flaco remontaba la calle destino al centro de la ciudad, portando en su bolsillo trasero la armónica y ahogado en vino, se detenía ante la presencia de vecinos que mateaban en la vereda. Y hacía su función.

Valsecitos, tangos, milongas y si detectaba el cumpleaños de alguien, no faltaba el “cumpla feliz”. Desplegaba un arte musical con la armónica pegada a los labios, sostenida con su mano derecha y con la izquierda cerrando la salida del aire logrando notas que seguramente ni él imaginaba. Con su cabeza inclinada a un costado movía las caderas y dando golpecitos en el piso con un pie, marcaba el compás.

A medida que regalaba temas, su cuerpo se balanceaba de un lado a otro como sumido en un mar embravecido. Cada tanto, un trago de vino de la botella que sostenía con el cinto del pantalón.
El habla era su frustración ya que arrastraba las palabras que al unirlas una con otra, nada se le entendía. Pero generosamente regalaba una sonrisa amplia que demostraba su íntima satisfacción al saberse reconocido como un gran músico, título que, obviamente, nadie le adjudicó.

Así continuaba llenando las calles de una dulce melodía de la que todos reconocían su autor.

Cuando finalizaba un tema que le brindaba a alguien, extendía su mano para obtener la felicitación correspondiente a su arte; más de una vez pretendía dar un beso en agradecimiento, lo que era imposible ya que de su boca salía el tinto que derramaba por sus labios. En una ocasión le dio un beso en la mejilla a una señora que con atención lo escuchaba, chorreándole vino hasta el cuello. Correr el flaco no podía, pero intentaba eludir a la bañada en vino; sus piernas parecían ramas enredadas de árbol afrontando un huracán, se abrían y cerraban pretendiendo dar pasos tan largos como imposible.

Memorables sus borracheras que sin embargo, al día siguiente nuevamente montado en su bicicleta se le veía pasar derecho al trabajo. De su rostro flaco y afilado, estuviera sobrio o alcoholizado, le afloraba siempre una sonrisa que no era de alegría sino que denotaba una profunda tristeza que despertaba compasión.

El flaco Pintos un personaje que deambuló por las calles de Florida.

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