Todavía no me animo verlo del todo, como si su sola presencia me espantara. No he tenido el valor de acercarme y estrechar su mano, aunque fuera como un saludo cordial, no desde aquel día que cruzó la puerta de mi casa. Cuando me dijeron que vendría, estaba muy enojada, enojada y, sobre todo, triste. Yo no quería ese monstruo habitando mi hogar, pero no podía retrasar lo que parecía inevitable. Había llegado para quedarse.
Hay un monstruo en mi casa. Me han dicho que es peludo y enorme, que le molestan los ruidos, aunque a él dos por tres le dé por gritar sin parar. Tiene el pelaje despeinado y muy enredado, los ojos perdidos y se mueve de forma rara, persiguiendo un ritmo extraño que solo él parece entender. Pero eso solo lo ha visto mi marido, porque yo sigo haciendo caso omiso de su presencia. Su presencia que molesta y preocupa.
Hay un monstruo en mi casa, y aquí está desde hace tres años, asomando la nariz tras la puerta, viendo de reojo, esperando el momento oportuno ¿para atacar? No parece ser agresivo, salvo cuando le da por hacer berrinches, y a veces se golpea la cabeza, se muerde y se lastima, pero es a veces. Y esas pocas veces me hacen temer aún más.
Hay un monstruo en mi casa, y han sido tantos los días y las noches leyendo y queriendo aprender sobre este monstruo que hoy he decidido darle una oportunidad. Hoy, después de mucho tiempo, me he animado a invitarlo a entrar, temerosa de lo que pueda pasar.
Tiene nombre, pero no suelo pronunciarlo, porque cuando más lo pronuncio más real se hace. Y no es que piense que no es real. Sé que está ahí, a veces está y a veces no, y para qué nombrarlo si en realidad no es necesario.
Aunque un poco hemos dejado de ser enemigos, todavía lo miro de costado esperando que tal vez decida irse por la misma puerta por la que llegó, o que solo sea una mentira bailoteando en mi cabeza, una mentira para protegerme de la realidad que no quiero aceptar.
Hay un monstruo en mi casa, y hoy le he tendido la mano para que salgamos juntos a caminar. Mi niña lo lleva de una mano y yo de la otra, y nos hemos amigado un poco más. Y me di cuenta que ni es tan peludo y ni tampoco tan feo como me lo pintaron. Tiene unos lindos ojos verdes que me transmiten esperanza, y un pelaje multicolor similar al arcoíris, aunque a veces lo cambia y de repente se tiñe de azul, cuando está molesto, cuando se enoja o algo lo asusta.
Hay un monstruo en mi casa, se llama TEA y he descubierto que le gusta cantar. Canta y parlotea y a veces no le entiendo lo que dice, pero cuando logro descifrar sus monólogos interminables descubro que sabe mucho y que tiene mucho potencial. Sabe contar hasta el treinta y ha aprendido a sumar. Conoce todos los colores del arcoíris como los que adornan su cuerpo, y tiene un repertorio musical más grande que cualquiera que puedan imaginar. Adora los abrazos, aunque al principio no fuera ameno a ellos, y ha aprendido a verme a los ojos, así como yo he aprendido a amar su mirada cada vez más.
Hay un monstruo en mi casa y ya no se esconde tras la puerta. Le he hecho un lugar aquí, bien grande en mi corazón, y lo lleno de besos y mimos y canciones hasta la madrugada.
Hay un monstruo en mi casa, pero de monstruo ya no tiene nada. Ahora andamos de la mano, y saltamos, y subimos esta colina empinada, pero lo hacemos juntos entre risas, entre desafíos y logros. A veces también lloramos y hasta nos enfadamos, pero también es parte de este camino que nos tocó transitar.
Hay un monstruo en mi casa, hermoso, feliz y vivaz.
Al final, no es tan monstruoso como todos me lo querían pintar.