Federico Cantera Nébel: El corazón de NoelitoEra nativo de Valentines Chico o Pueblo de los morochos, pequeño rancherío que no estaba a más de unos pocos kilómetros de allí.
Noelito, además de ser pariente de los colaboradores de confianza de mi abuelo, era muy querido por todos en la estancia, por su forma de ser, alegre y jaranista. y por tener “un corazón que no le cabía en el cuerpo”, al decir de mi abuela.
Esos días primaverales, en que los trabajos se amontonan al mejorar el tiempo y retirarse las heladas, estábamos todos abajo de los transparentes, como estábamos siempre; cuando el sol “apretaba”, al lado del ombú grande, en el frente de las casas, sombra amplia y fresca que cobijaba las tertulias de mates de té y charlas.
Ese día, estaban reunidos todos afuera, cuando salió Carmelucha a avisar por los galpones y el patio: “Se va don Washington, ¡se va don Washington!”, costumbre que se tenía para que todos vinieran a despedirse, ya que era un caserón inmenso. Se estaba por ir un tío abuelo mío, venido desde el Río Negro de visita y a llevarse alguno de los cachorros que una perra muy “campera” para trabajar con las ovejas había parido.
Nosotros, gurises para ese momento, no estábamos muy contentos y mirábamos desconfiados, porque jugábamos todos los días con los perritos y nos habíamos encariñado, a pesar de que nos habían dicho que no los agarráramos mucho. Yo con uno amarillito y blanco, Gonzalo —hijo de Carmelucha, la hermana de Noelito—, con uno barcino, y mi hermana Marina con un cachorrito negro lanudo, que por su apariencia más “ovejera”, justo fue el elegido por mi tío abuelo para llevarse.
Después de las largas despedidas, de rigor en la campaña, con múltiples amagues de irse, invitaciones a quedarse y lamentaciones por la partida, matizadas con saludos para cuanto pariente hay, hubo y habrá, alguien agarró el cachorrito que para ese entonces estaba en brazos de mi hermana —ya muy seria— y lo cargaron atrás en la camioneta, dentro de una caja.
Fue arrancar la camioneta y salir por la huella que se alargaba mil metros hasta la salida a la ruta, que mi hermana largó el llanto sin consuelo, quedando todos sin saber qué hacer. La Tiva y mi abuela intentaban consolarla con uno de los otros perritos, que Gonzalo y yo teníamos en brazos, y tampoco pensábamos entregar, pero no había arreglo posible. Le corrían las lágrimas por los cachetes muy colorados entre los mechones rubios y brillantes como dos rayos de sol, que tenía mi hermana por ese entonces con sus ocho o nueve años.
Y en eso Noelito que había llegado del campo, de sombrero aludo y unas bombachas anchas y gastadas, la miraba llorar afligido, sin decir nada. Algo le movió seguramente esta escena en su alma gaucha y noble, además de que él era muy compinche con todos los gurises, que, en ese momento sin aguantarse más, al ver que la camioneta ya iba casi por la mitad del camino y mi hermana seguía llorando sin parar; se apersonó a mi abuela diciendo :“Si usted me permite, doña María Julia, yo alcanzo la camioneta y le traigo el perrito a la niña, que está llorando pobrecita”. Asintió mi abuela a su pedido, se sacó las botas de suela para correr mejor —ya que se habían largado los caballos— las tiro, y salió por el camino, corriendo a todo lo que podía, mientras la gente de las casas exclamaba: “No la alcanza! “, “No llega, ya dio la camioneta la vueltita antes de la isla” y Noelito, alto y atlético, era como una gacela, por la huella del camino, descalzo y de bombacha arremangada, y que, a pesar de su tamaño, iba viéndose cada vez más chico cerro abajo.
La carrera se alargó unos instantes, estando todos en vilo y siguiendo aquella figura cada vez más distante. Hasta que alargando la mirada y el cuello para ver mejor decían: “Ya la camioneta llegó a la subidita antes de la ruta, no llega, no llega” y en el momento justo de subir el vehículo la cuesta, y no distinguirse bien por los árboles del camino, alguien vio que paró y a los pocos minutos arrancó y siguió rumbo al norte.
En eso vimos a lo lejos venir a Noelito y, al acercarse, todos exclamaron “¡Ahí lo trae al perrito nomás!”
Llegó hasta donde estábamos todos, con aquella inmensa sonrisa que lo caracterizaba y trayendo el perrito, como un bebe acurrucado en sus brazos. Adelantó sus amplias y curtidas manos de trabajo para dejar en las manitos de mi hermana aquel cachorro, al que después pondrían de nombre Tero.
Siguieron al momento las exclamaciones y felicitaciones de todos los presentes por la hazaña. “Tome, mija” le dijo al entregárselo, con aquel respeto y cariño reverencial que todos ellos sentían por nosotros, dibujándose, ahora sí por fin, una sonrisa en el rostro de mí hermana, que sería sin dudas para él, su mejor gratificación.
Esta anécdota fue recordada y festejada durante años en la estancia de mis abuelos, así como tantas otras anécdotas de Noelito que aún son evocadas con cariño por los que fueron niños en aquel entonces y hoy ya son hombres y mujeres, vecinos de estos pagos.
Como decía mi abuela “Noelito tenía un corazón que no le cabía en el cuerpo”.