Hacía tiempo que estaba desalquilado el apartamento de al lado. A mí me gusta ver y oír gente. Me siento acompañada. Yo puedo ofrecerles ayuda y ellos, alguna vez, me la pueden ofrecer a mí
Vivimos en un primer piso. No es tanto esfuerzo subir y bajar una escalera, pero, a mi edad sí lo es. Puedo resbalarme y caer. Al subir me pesa hasta mi cartera que no contiene nada pesado, solo los documentos y algo —muy poca cosa— de dinero.
Sentada en un sillón de mi living por la tardecita, viendo las noticias en la televisión, los oigo hablar fuerte con su encantador “cantico”. Ríen, como demostrando que son felices. Y sin duda que lo son (en nuestra patria se sienten felices, mientras nosotros nos quejamos de todo).
Ya son muchos los que han llegado a nuestro país, la mayoría después de una trayectoria dramática a través de Sudamérica. Y unos cuantos han llegado a nuestra pequeña y tranquila ciudad.
Pronto irán cambiado su modo de hablar o pronto nos contagiarán el suyo. Pero ojalá nos contagien su buena educación. Son encantadores, tanto adultos como niños.
Subía yo mi escalera, con mi mano derecha apoyada en mi bastón y la izquierda en el pasamanos. (Me molesta siempre mi cartera que no sé cómo llevarla). Y, en ese momento, un “cubanito” muy jovencito y con una amplia sonrisa y un excelente atuendo se disponía a bajar.
Se apuró para ayudarme.
—Espere —me dijo—. Buenas tardes, señora, yo voy a ayudarla.
—No —le dije—, gracias, yo subo despacito. Si querés, subime la cartera, que es lo que me molesta.
Él tomó la cartera y fue subiendo a mi lado como esperando el momento en que yo resbalase y me pudiera sostener.
—¿Por qué eligió vivir en un apartamento con escalera? —me preguntó con respeto.
Y entonces —como es mi costumbre— hice un discurso un poco extenso que trataré de resumir:
—Hace 46 años, cuando era joven, y compré aquí, pudiendo haber elegido planta baja, elegí este, precisamente, por la escalera. En ese entonces no pensaba en que algún día sería vieja. Y pensé que abriría las ventanas-en verano-y me dormiría recibiendo el canto del río, y me despertaría oyendo el canto de los pájaros desde los fresnos, mientras el aire me acaricia. Y, si estuviera en planta baja, no podría disfrutar de todo eso porque si dejara las ventanas abiertas podría despertarme con miradas extrañas sobre mí.
—Casualmente —me dijo con su hermosa sonrisa— yo elegí este apartamento por esa misma razón. Y cuando vine a verlo, y me asomé a la terraza, me deslumbró ese maravilloso paisaje.
—Eso iba a agregar —le dije—: la primera vez que vine a verlo, antes de comprarlo, me asomé por una ventana y quedé maravillada por lo que veía. No me hacía falta nada más.
Él —me quedo pensando—, tan lejos de su patria, con un clima tan diferente, adonde van tantos turistas a disfrutar de su belleza, está disfrutado por nuestro monte y nuestro río. Y esto en un instante nos unió.
No sé cuánto tiempo estarán aquí, pero se ofreció para lo que yo necesite, cosa que pocos —o casi ninguno— de mis compatriotas han hecho.
Cuando entré y cerré mi puerta, y me desplomé agitada en mi sillón preferido, me afloró una sonrisa llena de felicidad. Y pensé: Hablan de grietas, y otras tonterías, y es tan poco lo que puede unirnos a los seres humanos de tan diferentes naciones. En este caso, la vista del río y el monte, desde nuestras respectivas terrazas, hace que nos sintamos amigos y nos ofrezcamos ayuda uno al otro casi como abuela y nieto.
Ni yo le pregunté por su gobierno, ni él me preguntó por el mío.
Creo que nos vamos a llevar muy bien.